Appis Melifera o el hombre que despertaba la mañana

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Por Nohora Arrieta

Para Álvaro M.

Concentración Monumento a los Héroes, durante Paro nacional Colombia, mayo 2020 | El Espectador


1.

Este no es un texto sobre abejas, pero sí uno que empieza con ellas. Wikipedia dice que hay más de 20.000 especies conocidas de abejas, cuyo nombre taxonómico es antófilos (del griego antophila, que ama las flores). Este no es un texto de antófilos, pero podría serlo. Con excepción de la Antártida, las abejas están en todos los continentes, lo que significa que están en todas partes y de algún modo en todos los temas. Por ejemplo, ahora que empieza el verano, la pequeña ciudad en la que habito se puebla de abejas. Cada jardín tiene su cuota de abejas (diminutas, peludas, aladas) y flores (cartuchos blancos, claveles rojos, azaleas anaranjadas). No pocas veces una de esas abejas pierde el camino y acaba en mi cocina. Yo no lo sabía, pero me enteré por la National Geographic que las abejas son viejas habitantes del mundo. La más antigua fue encontrada en Birmania, fosilizada en un sueño de ámbar, y se calcula que tiene más de cien millones de años. La especie mejor conocida es la especie doméstica, la appis mellifera, productora de miel, que vive en colmenas formadas por reinas, zánganos y obreras. Por cuenta de la appis mellifera tendemos a creer que las abejas son insectos extremadamente sociables, pero lo cierto es que la gran mayoría de especies de antófilos son solitarias. 


2.

Mi amigo Álvaro había criado abejas en su juventud. El día que cumplió sesenta años decidió abandonar la estridencia de Bogotá y mudarse a una casa en el campo. Era poeta y en la última época se había convertido en un escritor asiduo de Facebook. Su presencia ininterrumpida en las redes hacía que, pese a verlo con poca regularidad, no pasara una semana sin una prueba de su existencia. Pero un viernes de mayo una de sus amigas me escribió preocupada porque Álvaro no había publicado nada en su página de Facebook desde el miércoles y tampoco contestaba el teléfono. Mi amigo tenía amigos regados por todas partes, menos en el pueblo diminuto al que se había mudado. La noticia se replicó en redes sociales y alguien encontró a alguien que sabía cómo llegar a la casa en el campo. Cuando alguien llegó, Álvaro ya no estaba allí. Estaba su cuerpo, pero había dejado de ser él. 


3. 

El día que me enteré de la muerte de Álvaro, lloré. Lo imaginé solitario en la casa de la montaña. Lo vi levantarse con torpeza del escritorio dónde pasaba la mayor parte del día e intentar pronunciar una palabra para pedir auxilio. Lo vi enmudecido por el dolor que lo mató. El llanto me venía de un lugar debajo del estómago y se abría paso hasta salir reventado por todas partes; por la nariz, por los ojos, por la boca, mezclado con mocos, babas y palabras entrecortadas, sin que yo pudiera hacer nada para contenerlo. A pesar de la violencia con la que el llanto me sacudía, no grité. Las palabras me salían en un tono bajo, confundidas con dos pensamientos que rumiaba en medio de la bola de lágrima y moco; el primero era la soledad de mi amigo: ¿habría muerto si hubiese tenido a quien avisarle? El segundo, más que un pensamiento era un sentimiento que pasaba a mi cabeza solo después de punzarme en el centro del pecho, la culpa: ¿qué andaba haciendo que no respondí al último email que me mandó? Cuando el llanto retrocedió, las justificaciones aparecieron como una mañana diáfana (y común): nadie habría podido acompañar a mi amigo en el último viaje, el túnel o lo que sea que uno atraviesa cuando empieza a morir. La muerte, como el nacimiento, es solitaria. 

Fue más difícil encontrar una excusa para el segundo. ¿En qué estuve tan ocupada para agendar la llamada que nos debíamos? Recordé que la semana anterior había leído un comentario d Álvaro sobre un tema que no viene al caso mencionar aquí, pero que me da retortijones y respecto al cual él mostraba una ceguera casi absoluta, una empatía nula. El comentario me molestó y prometí escribirle. El día que me enteré de su muerte, la imposibilidad de la conversación parecía irreal: ¿cómo es que no voy a volver a hablar con mi amigo?, ¿cómo es que empezó a existir en el pasado?


4.

A los seis años una avispa me picó en la esquina derecha del labio superior. Estaba junto a un arbusto, comiendo gelatina boggy sabor de uva. Era un día nublado (una rareza en mi ciudad caribeña) y Regina, la maestra de primero de primaria, nos llevó a merendar al jardín de la escuela. Una semana antes nos había explicado la diferencia entre las reinas, las obreras y los zánganos de una colmena; más que para informarnos (intuyo), para que entendiéramos cuando gritaba en medio de nuestra algarabía: ¡Dejen de ser zánganos! Me creció una pepa de mamón en la parte superior del labio y lloré toda la tarde abrazada a mi madre. No me había recuperado de la muerte de Thomas J. (alias Macaulay Culkin) por las picaduras de un enjambre en Mi primer beso (1991) y pensé que me aguardaba una suerte similar. 

Mi terror a los insectos voladores se convirtió en un rechazo que dio lugar a la más completa ignorancia: a duras penas aprendí a diferenciar entre una abeja y una avispa, así que cuando Álvaro me contó que había criado abejas, me horroricé pensando en las avispas. Nunca le pedí que iluminara mi ignorancia sobre los antófilos. Nunca le pregunté detalles de la época en la que crió abejas. Aunque diga que conocí a mi amigo (y lo digo), si intento pensar en el hombre que fue me sobrecoge la sensación de que no lo conocí tanto como habría tenido que conocerlo para llamarlo mi amigo, que lo que sé es inexacto, más o menos como mi conocimiento de las abejas y las avispas. 

De Álvaro sé que le gustaba el té vinotinto de la flor de Jamaica, hacer caminatas los sábados en la mañana, leer el neobarroco latinoamericano, los juegos de palabras a medio camino entre el ingenio y la simplicidad (en nuestra última llamada le conté que me enamoré de un hombre llamado Marcos y contestó que debía ser por eso que se me veía cuadriculada). No sé cuál era su comida favorita ni su poeta favorito ni a qué le tenía miedo. Me consuelo pensando otra obviedad: que la amistad está hecha de agujeros negros, de silencio. Pero después me taladran las preguntas que no le hice, por ejemplo: ¿realmente son las avispas de colores brillantes las que pican?, ¿crees que el terrible avispón asiático se va a tomar el continente americano y pondrá en peligro la existencia de las abejas melíferas?, ¿si tuvieras que elegir entre Lezama Lima y Virgilio Piñera, a quién elegirías? Ninguna de estas preguntas existe más allá del espacio de esta página. Mi amigo no está para responderlas. 



5. 

El día que me enteré de la muerte de Álvaro, lloré. Después fui a la cocina por un vaso de agua y vi la pila desbordada con los platos pegachentos del desayuno y de la cena del día anterior. Los lavé. Me dieron ganas de ir al baño y oriné releyendo en el celular nuestro último intercambio de emails. Agotada por el llanto, decidí dormir. Pero tan pronto puse la cabeza en la almohada me quedé sin sueño. Me levanté, volví al baño y me cepillé los dientes. 

Me levanté, volví al baño y me cepillé los dientes.

Me levanté, volví al baño y me cepillé los dientes. 

La muerte desajusta las capas tectónicas que conforman la geografía de los afectos. En el día a día, esa geografía es una ciudad a la que visitamos con una llamada, un email, un me gusta en la última actualización del perfil; y de la que salimos tan pronto se acaba la llamada, mandamos el email, damos el me gusta. La muerte, sin embargo, nos revela que es posible que dicha geografía sea la única casa que habitamos, que nos habita, o peor aún, que no es una geografía sino el material del que están hechos los ladrillos que nos sustentan. El día que me enteré de la muerte de mi amigo, leí poco, escribir fue imposible y a las dos de la tarde descubrí que me había cepillado los dientes seis veces. Álvaro habría tenido un comentario jocoso para mis dientes demasiado blancos. Yo no.



6. 

El miércoles 5 de mayo de 2021 Álvaro publicó doce entradas en su página de Facebook. Todas sobre el paro nacional en Colombia. Una es un video del cantante de carranga Jorge Velosa con la leyenda “qué vivan los campesinos y que los dejen vivir”; otra una foto de la portada del periódico Q´hubo, de Cali, con los retratos de los 22 jóvenes que la fuerza pública asesinó en la primera semana del paro; otra una grabación de una protesta de apoyo al paro colombiano en Islas Canarias; varias entradas son grabaciones en las que se ve a la policía disparando a los manifestantes en la calle. La última publicación de mi amigo reproducía el texto de una mujer que se preguntaba si la violencia con la que el gobierno colombiano respondía a la manifestación era lo que los seguidores del expresidente Álvaro Uribe Vélez necesitaban para darse cuenta del régimen de terror al que nos arrojó su ídolo. Mi amigo, citando a la mujer, escribió la leyenda “se perdona la ignorancia pero no la indolencia”.

El 28 de abril de 2021 fue el primer día de paro. Después de un año de pandemia, el gobierno colombiano no se decidía a implementar un plan de auxilio para las clases más necesitadas o a acelerar el ritmo de la vacunación. Lo que sí decidió fue pasar una reforma tributaria para ampliar la base de contribuyentes. Los colombianos convinieron en que el gobierno era peor que el virus y el 28 de abril desbordaron las calles. El gobierno de Iván Duque respondió como sabía. El 31 de mayo, cuatro semanas después del inicio del paro, la plataforma de derechos humanos Temblores ONG reportó 3789 casos de violencia policial; 1248 casos de violencia física, 45 víctimas de violencia homicida y 25 víctimas de violencia sexual por parte de la fuerza pública; 65 víctimas de agresión en los ojos. El 8 de junio, el listado de personas desaparecidas de Temblores tenía 346 nombres. 

El martes 4 de mayo, seis días después del inicio del paro, Álvaro escribió un texto largo en el que describía los inicios de la masacre: “Las ciudades colombianas están militarizadas, civiles encapuchados disparan contra manifestantes, y además de las violaciones y torturas, el gobierno lleva a judicializar personas inocentes con pruebas falsas.” El texto cerraba con una súplica: “hacemos un llamado a tener la mirada fija en lo que sucede en nuestro atormentado país”. De mi amigo sé que vivió con los ojos abiertos, ni ignorante ni indolente. En esos primeros días de mayo imaginó lo que venía porque ya lo había vivido. Me pregunto si fue ese país atormentado el que lo mató; si el país se le atravesó en el esófago como un pedazo de manzana demasiado grande que le impidió respirar; si fue el horror de la masacre y el miedo de quedarse sin palabras para nombrarla (de tanto nombrarla) lo que le paró el corazón. 


¿Quién despertará la mañana y que sea de verdad

la mañana?

Ya no sabemos cómo convocar la luz y cómo

deshacer las trampas de la muerte,

¿quién irá entre las cosas diferenciando lo venenoso

y lo comestible?

¿Quién será el guardagujas del viento?

¿Y quién entonces fabricará el agua?

¿Alguien recuerda cómo se hace el agua?


Los versos son de Álvaro. 


7. 

Mi amigo no pudo nombrar por enésima vez el horror. No es más fácil escribir su muerte. Pero quizá él habría preferido que en lugar de divagar sobre la dificultad para hablar de la muerte pensara en las abejas. Las abejas ocupan el primer lugar en el top diez de polinizadores, seguidas de los abejorros, los mosquitos y mamíferos como el murciélago. Álvaro escribía para polinizar. Para nombrar el horror, pero también para imaginar otra cosa. Pienso en él y me digo: Álvaro lo habría visto claro, la entereza con la que miles de jóvenes colombianos siguieron en las calles después de dos meses de paro no puede ser otra cosa que polinización. El horror no será eterno. 

Meses después le mando un telegrama mental: “Petro ganó”. 



8.

Una colmena puede llegar a tener hasta 80.000 abejas. El trabajo de cada una de esas abejas produce un sonido ligeramente diferente. La percepción de los sonidos entre unas y otras permite la coordinación de las labores; es de ese modo que acontece la creación de una colmena, el nacimiento del universo. 

Nunca he visto una colmena de abejas. Mi convivencia con seres voladores se reduce a un loro que mi padre compró y después regaló porque pellizco a mi hermana (verdadera responsable del pellizco) y a los murciélagos. El patio de la casa de mi adolescencia colindaba con los terrenos de una institución de educación pública sembrados de árboles inmensos, del tiempo de Matusalen, que alimentaban a la mitad de los murciélagos de la ciudad. El patio estaba separado del resto de la casa por una verja grande de arabescos que los murciélagos atravesaban como pedro por su casa. Un día sí y otro no, los encontraba colgados en una de las esquinas del cuarto de san alejo. Los días que no los veía, los escuchaba chillar con un chillido que venía desde algún lugar entre las columnas o desde el terreno de árboles prehistóricos. Los murciélagos se comunican por ecolocalización y emiten un sonido que al golpear los cuerpos les revela, mediante el eco, si se trata de un árbol o un mosquito. Si no veíamos a los murciélagos, con certeza ellos sí nos intuían. 

Yo quisiera hablar de Álvaro pero hablo de abejas y murciélagos porque el sonido de Álvaro ya no existe. La desaparición de un sonido desconcierta el trabajo en la colmena. Los afectos, esa geografía de la que hablé antes, es también una red de sonidos que lo orienta a uno. Aunque no viera a Álvaro más que una o dos veces al año, recibía las frecuencias de su sonido como recibo las de mi madre o las de mi hermana, y esa red de frecuencias sostiene al mundo que habito. Todo texto sobre la desaparición de un sonido (¿la muerte?) tiene también un poco de autobiografía. Sin las frecuencias de mi amigo, sin el eco que recibía de su existencia, me pierdo un poco. Quiero pensar que este texto es una conversación. O no. Me corrijo: lo que quiero pensar es que en el eco que produce este texto leído en voz alta encuentro a mi amigo. 

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Durham, junio de 2021

Nuevos sujetos

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Ilustración de Daniel Vera


Por Juanita Porras 

Si es inquietante pensar en el destino, ese desdoblar de la madeja de la vida, es aún más inquietante reconocer que ese destino es un círculo y que nuestro designio es la repetición. La madeja que se desenvuelve sólo para envolverse de nuevo, la tijera que se cierra sólo para abrirse de nuevo, y el caminante arropado por la bruma de una lluvia de nieve mientras da pasos cortos por un sendero que lame sus huellas y el porvenir. Un bucle de grandes preguntas y respuestas. La más acuciante, la compulsiva pregunta por lo que somos, es una duda ontológica, trágica y épica, que sonríe camuflada por las máscaras con que la vestimos. Nos encanta el juego que nos provee, la intensidad que insufla vivir otra vida sin saber que no es otra sino la nuestra. Que somos el hombre que lucha, sin saber, con su yo del futuro o que también nos quitamos el casco de gladiador para decir 
“mi nombre es Máximo Décimo Meridio, comandante de los ejércitos del Norte, general de las legiones Félix, leal sirviente del único emperador Marco Aurelio…” 

La identidad del héroe se pone a prueba en la ficción y la respuesta tradicional suele ser la afirmación de quien creía ser, la culminación de sus esfuerzos identitarios. En la tragedia sucede distinto. La identidad no pasa la prueba del destino. En Edipo reyEdipo, lejos de afirmarse como rey de Tebas, descubre que él no es lo que creía, que en el espejo no solo hay un rey, también hay un asesino. Borges tenía razón: los espejos como la paternidad son abominables porque multiplican el mundo. Los espejos son otros ojos que nos miran y a los que miramos, producen el ¡crack!, la grieta que abre el vacío, y es por eso que les tememos, porque nos muestran los pliegues y las fisuras de una identidad que creíamos prístina. Y quizá lo que necesitamos son espejos, obras-espejo que, como la tragedia, nos cuestionen acerca la identidad; obras que sean como sueños de los que no despertamos más que convertidos en otro, en el sueño del otro, ese que creemos mirar desde la torre sin saber que, desde abajo, él también nos mira y nos señala. 

Edipo rey nos pregunta ¿qué pasaría si cayeras de la torre, si por mirar un poco más de cerca el impulso de la curiosidad te condujera hacia el piso y tras el golpe alzaras la mirada para ver a quien antes temías en tu lugar? y esa pregunta, la gran pregunta por quiénes somos, la retoma El gusano de Luis Carlos Barragán, la adapta a un mundo contemporáneo en el que la identidad se ve en riesgo por el fenómeno de la fusión. Un día de 1997 se cierran las discotecas y los colegios. Las personas tienen miedo a salir y cuando lo hacen usan prendas gruesas, lana que recubra cada centímetro de piel para que no haya posibilidad de que un toque accidental provoque la fusión de una mano con una cabeza o un estómago. En el mundo de El gusano un extraño fenómeno acaba con los límites de la piel, estrechar una mano se convierte en una fusión de tendones y huesos, abrazar en una fusión de órganos internos, músculos y pensamientos. Entonces se crean los fusionados: híbridos, monstruos, hermafroditas. La novela, como esa obra-espejo que necesitamos, nos permite recorrer el cuerpo de estos nuevos sujetos y nos lleva de una identidad a otra para presenciar su destrucción. 

Una de las fusiones más interesantes es la de Aaron Rimbui, pianista, y Adashé Bulawayo, inmigrante. Al fusionarse Adashé adquiere las habilidades y los conocimientos de Aaron, mientras que Aaron los olvida, pero ahora sabe otras cosas: Aaron sabe hacer pan, sabe lo que significa no haber vendido uno solo en el día y sabe lo que es no tener nada para comer. Aaron es infeliz, porque lo ha perdido todo, y Adashé es un hombre nuevo. Aunque el cuerpo ya no es un límite en El gusano el entendimiento sí. La empatía obligada de la fusión no es suficiente porque los nuevos sujetos, a su pesar, siguen infelices, siguen incompletos. La identidad es un saco de boxeo, magullado por lo que los otros han hecho en ella, en nosotros, y así de la hibridez, como solución a la desidia por la diferencia y a la pregunta por quienes somos, escapa la paz. La hibridez parece convertirse progresivamente en una ficción autoritaria. Y a pesar de sus matices, de sus posibilidades, sigue implicando una sujeción, ya no a los propios roles sino a los de los demás. Así como Aaron carga con el dolor de Adashé, Hamlet, en la mezcla de hijo, hombre y futuro rey, carga con el fantasma de su padre. Entonces si no es la hibridez el camino hacia la libertad, ¿cuál podría ser? 

Quizá debamos considerar la austeridad aterradora del vacío. El Tao Te King dice que en el ser centramos nuestro interés pero del no-ser depende la utilidad. Esa utilidad del vacío es la posibilidad del movimiento y la fluidez; una rueda se mueve por su vacío, una vasija alberga por su vacío y una casa puede ser habitada por su vacío. Así, el ser podría fluir gracias al vacío. Aaron y Adashé alcanzan la utilidad del no ser al fusionarse tantas veces y de tantas formas que terminan por no ser ni Aaron ni Adashé sino dos nuevos seres.

Posiblemente al pensar en el no ser el Tao y el budismo zen no se refieren exactamente al cambio, a ser un hombre nuevo, más bien indican la posibilidad de no querer ser nada. Byung-Chul Han explica esa falta de apetito con la figura del espejo, ya no como el artefacto que brinda la posibilidad de ver al otro reflejado sino como quien aloja todo lo que por él pasa: el cielo y la tierra, las montañas, la hierba, el agua. El espejo del budismo está vacío. No tiene alma ni propósito. No es abominable como el espejo de Borges porque no multiplica sino que alberga. 

El no ser solo puede conseguirse en el desapego, en la renuncia y ese paso lo da la novela de Luis Carlos Barragán al dar vida a esa especie de dios que se forma en la unión de todos los seres fusionados, de todos los animales del planeta tierra: un gusano que repta por ciudades y montañas, que pasa por lagos y mares, que nos contiene a todos. Y es bonito que se haya elegido a un invertebrado pequeño para encarnar la grandeza del no ser. No es el león o el águila, figuras relacionadas con la virtud y el heroísmo, sino la vida que sucede sin ser vista. El gusano no es humano, no tiene hombros sobre los que recaiga algún peso, es un arca que se mueve, que fluye en el agua y en la tierra. 

Quizá antes de llegar a la fluidez del no ser, del gusano, debamos optar por la hibridez del monstruo pero desde allí es posible hacer honor al vacío al dudar de todo discurso y de todo deseo. Llegará el momento en que como Edipo encontraremos nuestro lugar, recuperaremos la vista y veremos el mundo.

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*Este ensayo hace parte de Todos los viajes se hacen en barca, proyecto que propone reflexionar sobre la relación entre lo extraño y lo familiar a partir de literatura fantástica latinoamericana. Este proyecto es subvencionado gracias a la beca de crítica cultural y creativa del Ministerio de Cultura de Colombia.


En este capítulo de Viajes en barca* hablamos sobre fusiones, identidades fragmentadas, violencia y espiritualidad. Conversamos con Luis Carlos Barragán sobre El gusano, su segunda novela, y a partir del extraño mundo que nos presenta, uno en el que las personas no pueden tocarse sin fusionar músculos, órganos y pensamientos, nos cuestionamos la idea de lo que somos y lo que son los otros. Bienvenidos y bienvenidas al cuarto secreto de la identidad. 

 

Otras entrega de Todos los viajes se hacen en barca

Máquinas y cuerpos

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Ilustración de Maria José Porras

Por Juanita Porras 


Hace unos años leí Historia de una muñeca de Patricia Suárez, un artículo sobre la extraña muñeca que había ordenado el pintor Oskar Kokoscha, tras su ruptura con Alma Mahler, a la fabricante de muñecas Hermine Moos. En una carta a Hermine, Koskoscha ordena que la muñeca sea a imagen y semejanza de su amada: más allá de un objeto, reclama una experiencia “capaz de abrazar”, por lo que pide pelo de caballo fino para la primera capa y para las posaderas y los pechos una capa de cojines de lana. De tal manera me impresionó la consciencia que tenía Koskoscha de su excéntrico deseo que hoy su muñeca visita de forma indefectible mi memoria mientras leo Las Hortensias de Felisberto Hernández. Como Kokoscha, Horacio, el protagonista, está obsesionado con una muñeca; Hortensia, predilecta entre muñecas que habitan en armarios y vitrinas a la espera de que Horacio las visite. Para María, la esposa de Horacio, Hortensia cumple el papel de la hija del matrimonio; para Horacio, vive como la amante. Este propósito amatorio no consabido lo llena no solamente de una compulsión por poseer objetos para amar sino una compulsión por experiencias, como en el caso de Koskoscha, una experiencia de juventud, quizá de inmortalidad, que hace de Horacio un hombre vivo. 

Esa experiencia que busca en sus muñecas, que lo lleva a pedirle a Facundo, el fabricante de muñecas, que cree la ilusión de calor humano en Hortensia, y a ‘los muchachos’ a que creen escenas con sus muñecas para que él descubra qué es lo que relatan a partir de su vestuario y postura, no es muy distinta a la experiencia vivificante que esperamos hoy de las máquinas. En las máquinas, así como en ciertos objetos, en su diseño y en su función, está puesto el deseo humano, y ese deseo está más que corroborado en esa obsesiva corporalidad con la que éstas son diseñadas. Horacio, por ejemplo, no busca una bolsa de agua caliente que le produzca la sensación de calor, no, busca una muñeca que imite a un humano, más aun, a una mujer, figura que ni siquiera le ha sido denegada pues ahí está su esposa, y aun así busca el calor de una amante artificial, así como se busca una nueva experiencia en la fantasía de compartir con un autómata como si fuera un humano. 

Esta puesta del deseo en la máquina es repetitiva en las ficciones de la primera mitad del siglo XX, en las que los hombres se ven atravesados por un amor obsesivo hacia lo que produce una máquina: la mujer ideal. En el cuento de terror El vampiro de Horacio Quiroga el objeto de deseo, así como de temor, es una mujer espectral, pero más que la mujer, el monstruoso ser que chupa la sangre es el deseo que consume a un hombre, que le ha llevado a usar un dispositivo al servicio de su imaginación para robar la imagen de una mujer de la pantalla de cine. Quiroga, lúcido, advierte que el problema no es la máquina sino su motor, ese que no está hecho de engranajes sino de pasiones, ese que conduce a un hombre a hacer de la mujer un fantasma. Rosales, inventor del vampiro, entiende, como Kokoscha y Horacio, que esa mujer espectral necesita un cuerpo, necesita ser experimentada, por lo que decide asesinar a la actriz para que la imagen cobre carne, volumen, pero lo único que logra es reducir a huesos su fantasía. Esa inversión entre virtualidad y cuerpo es extrañamente paradójica. Por un lado, los personajes han olvidado toda realidad ⸺y, con ello, toda mujer de carne y hueso⸺ para dedicarse plenamente al ideal, pero aun en ese rechazo buscan un cuerpo para llenar de materialidad su fantasía. En su fracaso por insertarla en lo real comprenden que sólo hay un camino para el amante obnubilado. 

Es el camino que emprende el Fugitivo en La invención de Morel al descubrir que Faustine, esa mujer a la que espía viendo el atardecer en la isla, es solo la proyección de una Faustine que alguna vez existió y que murió para dar vida a la imagen. El Fugitivo decide entonces grabarse así mismo en la máquina que posibilita la visión de su amada para convertirse a sí mismo en fantasía. Es lo que posiblemente le sucede a Horacio cuando al ser burlado por su esposa empieza a enmudecer, a convertirse él en muñeco e ir tras el ruido de las máquinas. Ahí, en esa elección de la imagen y del enmudecimiento por encima de lo real, está nuestra curiosa relación con las máquinas. Estas narraciones, escritas en un momento asombroso de auge y desarrollo del cine, de alguna u otra manera aluden al terror que produce ser engañados por el poder de la imagen y quizá hoy los autores sentirían aún más horror al ver hasta dónde nos hemos atrevido a llevar la ilusión. 

La fantasía siempre necesitará de un cuerpo para ser vivida, no solo para quien disfruta de la máquina sino para la máquina: una Hortensia que nos recuerde que los espejos reflejan lo que está en la realidad. En ese divorcio brutal con el que nos hemos acostumbrado a pensar cuerpo y mente hemos olvidado que, así como toda fantasía, toda forma de trascendencia pasa por el cuerpo. Ese cuerpo que ahora intentamos otorgarle a los robots es una posibilidad de que se recuerde el nuestro, pero también de que ese robot sea amado y experimentado. No obstante, como advierten Felisberto, Quiroga y Bioy Casares, la fantasía puede conducirnos a olvidar los cuerpos vivos y en el delirio hacer que el sujeto desaparezca en la nubla de su deseo. 
 
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Este ensayo hace parte de Todos los viajes se hacen en barca, proyecto que propone reflexionar sobre la relación entre lo extraño y lo familiar a partir de literatura fantástica latinoamericana. Este proyecto es subvencionado gracias a la beca de crítica cultural y creativa del Ministerio de Cultura de Colombia.

¿Qué tienen que ver las máquinas con la literatura fantástica? Escucha el capítulo II, a propósito de este texto. El capítulo se centra en la transición del siglo XIX al XX a partir de la aparición de las máquinas en América Latina.
   
Otra entrega de Todos los viajes se hacen en barca:

Bolaño: Estrella solitaria

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En dos escritos que aparecen publicados en el libro póstumo Entre paréntesis, Roberto Bolaño (Santiago, 1953 – Barcelona, 2003) define su particular visión del exilio. 

El primer texto “Literatura y exilio” fue leído el 3 de abril del año 2000 durante el simposio Europa y América Latina: Literatura, migración e identidad, organizado por la Sociedad Austriaca para la Literatura en Viena. El segundo, “Exilios”, es un texto que, hasta la edición del libro mencionado, se publicó de forma impresa dentro de las páginas del diario chileno Últimas noticias. En estos ensayos Bolaño desmenuza las lágrimas que el amplio número de relatos, formas y sobre todo, sollozos, se han derramado en el frasco del exilio. Son dos discursos donde disecciona la forma de este gimoteo a pesar de que el desplazamiento humano es una actividad sin fronteras entre el espacio y el tiempo. Bolaño busca atentar contra los relatos del exilio que utilizan el chantaje para provocar conmiseración y una nube de inexactitudes que no se disipan con las elegías de los que cómodamente se lucran con este. En esas páginas está la propuesta artística y el argumento de toda una literatura. 

Con ánimo encendido y retador, sin miedo a las contusiones, a las enfermedades terminales y a la muerte, estas conferencias son una declaración de principios, un aliento y un programa de escritura. La educación sentimental de Roberto Bolaño se arropó entre México (donde llegó con 15 años) y su país natal, Chile. Vagó por América Latina, Europa, África y finalmente murió en Cataluña con medio siglo de vida. Durante ese tiempo, balanceándose sobre la inercia que lleva a la nada, regresa a Chile en 1973 para, en apariencia, colaborar con el gobierno de la Unidad Popular de Salvador Allende. La revolución pronto se convirtió en la pesadilla que narró en Estrella distante y Chile se conservó en las tradiciones nacionales que el padre Sebastián Urrutia Lacroix exhibió en Nocturno de Chile. A partir de este punto es posible especular cualquier cosa. Por ejemplo, que el cuento Detectives es irreal y entonces Bolaño sí estuvo preso en Chile y dos ex compañeros del Liceo convertidos en detectives lo ayudaron durante su encierro. O que la novela póstuma Sepulcros vaqueros también es irreal y Bolaño, no sus personajes, estuvo en El Salvador, donde conoció Roque Dalton. Cualquier conjetura es válida o posible en los terrenos de la leyenda. 

Lo que sí es verificable es la fundación, en 1974, del infrarrealismo junto al poeta Mario Santiago Papasquiaro, Bolaño y los infras fueron el terror de los grupos literarios en el D.F. de los años setenta (incluso amenazaron con secuestrar a Octavio Paz). Fueron años de intenso proselitismo literario y también de escritura. En 1976 abandona México y viaja hacia España. Vaga por algunos países europeos y se radica en Cataluña donde desempeña diversos empleos y subempleos. Nunca abandona el hábito de la lectura y en una «anarquía total», como él lo define, se dedica de tiempo completo a la poesía. 

La cronología anterior no tiene el afán de exponer una hagiografía radical o una semblanza iconoclasta. Trata de exponer el exilio. Rodrigo Fresán escribe: «El tema de Bolaño es el exilio; pero no se trata de un exilio quieto o sollozante o melancólico. Es un exilio que no extraña porque está protagonizado, siempre, por seres marcados por el movimiento perpetuo, que, en cualquier caso, no pertenecen demasiado a ninguna parte salvo al mapa de esa historia que cuentan y corporeizan». El mundo Bolaño, su literatura, es una galaxia interconectada donde la única forma de ejercer residencia es como extranjero, apátrida, alguien en fuga, dispuesto a sobrevivir a cualquier costo.

El intento de traspasar o romper los límites se paga, según el temperamento, con la locura, con el suicidio o con el silencio. «La literatura como área de peligro», diría Bolaño. Pero Bolaño se exilió mucho más lejos. Se exilió en el lenguaje como el que se exilia de un hogar roto. A la literatura le llamó abismo, refugio, trinchera. Es el exilio de las dictaduras y del mundo de la mala literatura, que no es sólo la que escriben los malos poetas, sino la del discurso de los políticos, de los medios de comunicación, de la publicidad, de los humoristas de programas baratos de televisión, de los tertulianos. Del mundo como escenario trágico o dramático al mundo como supermercado con tarjeta de descuento. Crear un lenguaje, un estilo, un universo, para insertarlos en este panorama. Eso hizo Roberto Bolaño. 

El exilio fue entonces el motor, la vitalidad para este perro romántico. Adoptó y adaptó libremente, sin imposición, el destierro. Sobre todo en la literatura. Una vocación que él consideró de afán suicida. Dispuesta a destruirse antes que a entregar un argumento falso que no reivindique alternativas. Una estética de la política con el tema de América Latina como escenario del fracaso; donde la violencia, el terror, la miseria y la entropía comparten el tiempo con el coraje para la poesía, para el andamiaje literario. Donde es posible hurgar entre los basureros de la historia y extraer paisajes ensombrecidos por los desechos de una y otra generación. Hundirse en la ciénaga de las dictaduras, la violencia y el odio con la intención de radicar todo en la poesía y la trashumancia. 

Bolaño, anclado en un canon muy personal, su tradición, la que él establece, no está exenta de mentiras, de falsos programas, de simulaciones. Sin embargo, es la inquietud de sus poetas, de sus escritores, de sus personajes, lo que configura una particular política de lo ficticio. Que existe más allá del papel o la tinta; más allá de los libros que se publican en países donde el analfabetismo es el imperativo cultural y educativo. Finalmente, la restauración del canon latinoamericano, con Borges a la cabeza, sólo busca alejarse de las prácticas del Boom. El paisaje que dejó aquella escuela mercantil está retorcido y colmado con los delirios de autores expuestos a los reflectores del tedio, el cinismo y la estulticia.

La novela que probablemente introdujo a Roberto Bolaño en el canon de la literatura latinoamericana fue Los detectives Salvajes. Ganadora del premio Rómulo Gallegos en 1999 y premio Herralde de novela en 1998, ésta, a manera de caudal subversivo, narra la polifonía de varias generaciones de exiliados latinoamericanos. De una generación a otra la salmodia se acrecienta hasta encontrar el tono que enmudeció y silenció el proyecto humano que implicaba América. Una civilización alternativa es imposible con aquellas voces. En la década de los setenta se instauraron la barbarie, el terror y el salvajismo de los gobiernos (derecha o izquierda eran lo mismo: «la realidad, una vez más, le ha demostrado que la demagogia, el dogmatismo y la ignorancia no son patrimonio de un grupo concreto», medita uno de los narradores de Bolaño en los cuentos de Llamadas telefónicas) que torturaron cualquier opción de ilustración. Sólo quedaba buscar la salida o algo que, a pesar del dolor, redimiera. Al menos eso intentaron los personajes de Los detectives salvajes. Su método, áspero y agresivo, está condenado al fracaso: busca la libertad poética y en su lugar encuentra los valles del silencio en Amuleto, el feminicidio de 2666, el exilio de La literatura nazi en América y el olvido, la enfermedad y la pobreza de César Vallejo en Monseuir Pain. No sirve de nada pues lo que debería liberar a la humanidad, la poesía, se agotó en marasmo, en una pesadilla que no permite soñar. Y que, absurda, sólo construyó el coraje y el valor para contemplar su derrota. 

Este método, por dislocado que parezca, es el estilo y la forma de una génesis nerviosa donde los personajes están desterrados. La construcción de estos artificios es una posibilidad de resistencia estética y política a través del arte literario. Las obras que la narrativa de Bolaño cuenta son la construcción de una alternativa al caos totalizante desde la resistencia sin miedo, la anarquía premeditada, la memoria organizada, el ajuste de cuentas limpio y ético, la vanguardia no improvisada y la vida como esperanza fatal e imposible porque: «el mundo está vivo, nada tiene remedio y esa es nuestra circunstancia».

El 15 de julio del año 2003 Roberto Bolaño murió. Ese verano una fuerte ola de calor azotó la región de Cataluña provocando grandes incendios. El día que Bolaño fallece se incendió el camping Castelldefels. En este lugar Bolaño trabajó como vigilante nocturno. También sirvió como inspiración para escenificar la novela Amberes. En este embrión narrativo hay una trama de la que es imposible hablar, dado que no existe (y tampoco importa que exista): hay un policía que busca resolver un crimen, una pelirroja desaparecida, un jorobadito mexicano que habita el bosque en donde se proyectará una película y una serie de escenas casi pornográficas estelarizadas por el policía y una mujer tal vez demasiado joven; además de la súbita aparición de un tal Roberto Bolaño, quizá el extranjero del que se hace mención de vez en cuando. En el capítulo cincuenta y seis de Amberes es posible leer el siguiente postescriptum: «De lo perdido, de lo irremediablemente perdido, sólo deseo recuperar la disponibilidad cotidiana de mi escritura, líneas capaces de cogerme del pelo y levantarme cuando mi cuerpo ya no quiera aguantar más. A lo humano y a lo divino. Como esos versos de Leopardi que Daniel Biga recitaba en un puente nórdico para armarse de coraje, así sea mi escritura». 
La vida y la literatura arden, abrasando todo.

Juan Rulfo, el inefable

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Juan Rulfo, Wikipedia

Por Juan Manuel Acevedo Carvajal

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“En los grandes solitarios, el elogio del silencio posee raíces profundas. Para ello es necesario que la presencia de los seres humanos nos haya exasperado, que la complejidad de los problemas nos haya hastiado hasta el punto que ya no nos interesemos más que por el silencio y sus gritos.”
Cioran
Antes del ejercicio de relectura de la obra de Juan Rulfo era inevitable la pregunta por el silencio voluntario del genio mexicano. Ahora es comprensible que el desafío de la creación proviene del silencio y anhela regresar a él. Sobreponerse a la palabra, luego de haberla creado, es no caer en la tentación de repetirla: decidir el punto final y abrazar el mutismo es un acto de lucidez que sólo cometen los niños terribles del arte.

Walter Benjamin en un texto de juventud titulado Sobre el lenguaje de los hombres escribió que: “La lengua no es nunca sólo comunicación de lo comunicable sino también símbolo de lo no comunicado”.  De estos símbolos, de lo que no se puede decir, Rulfo construiría sus historias. Los hilos invisibles de estos silencios y una que otra ausencia estructuraron una de las más grandes obras de la literatura universal y confirmaron que la literatura es una mentira, en la cual el juego no es el de expresar lo inexpresable sino el de inexpresar lo expresable, pues lo verdaderamente esencial sigue siendo lo que se pierde en el intento del lenguaje.

Ahora bien, en oposición al sigilo de Rulfo, la crítica elaboró todo tipo de interpretaciones, apuntes y hasta aportes. Pasado el Boom latinoamericano, algunos insistieron en la necesidad de leer de nuevo El llano en llamas y viajar con cobija a Comala, de esa necesidad y del ejercicio de relectura nace la propuesta de este ensayo, que sin ser pretenciosa, quiere develar lo inefable en la vida y en la narrativa de este escritor.

Para llevar a cabo la propuesta anterior se presentan tres apartes, en donde se abordará inicialmente la vida del escritor, luego su primer libro de cuentos y por último su novela Pedro Páramoa la luz de lo que hablar quiere decir pero hablar no puede. Lo demás es silencio.



La vida ausente


 “No se habla cuando uno esta buscando el fondo de las cosas;  después de esto no hay nada más que decir”                                                                                          Céline

El silencio no es la simple ausencia de sonidos, es también la forma como se hace idéntico todo lo existente. En este sentido el silencio nos permite reconocer al otro desde la ausencia y permite oír lo inaudible como una revelación mística de la extensión del cuerpo.

Este silencio acompañó a Juan Rulfo, el hombre, desde su infancia temprana, pues la muerte violenta de su padre a raíz de la rebelión de los cristeros, marcó su vida desde la ausencia. A este acontecimiento fatal siguieron carencias económicas por la ruina de su familia y la muerte de la madre que lo sumergió en la soledad y lo convirtió en un niño retraído.

El escritor se convierte en adolescente al lado de su abuela materna, pero pronto descubre que adolece de protección y encuentra refugio en un rincón del orfanato de Guadalajara, donde pasa de los diez a los catorce años. Es allí, en este espacio de confinamiento, donde Rulfo escucha los sonidos del silencio y se reconoce como un ser lejano, con carencias afectivas.  

“Rulfo, al recuperar ese espacio vivencial de su infancia y adolescencia, hace revivir los fantasmas intemporales que siempre han acompañado al hombre a lo largo de la historia”. La orfandad y la soledad penetran la conciencia del escritor y le permiten la futura recreación de paisajes decrépitos en donde los vivos están rodeados de muertos y  se existe gracias a la esperanza desgarradora de la tragedia. 

Sin embargo, la soledad de Rulfo no es la soledad del insecto de Kafka o la soledad del extranjero de Camus, pues no se trata del aislamiento de una conciencia individual sino más bien una manera de estar colectivamente solo sobre la tierra. Por ello Rulfo reclama a sus coterráneos la circunspección que lo deja siempre fuera. “…la gente de por allá, del pueblo de donde yo soy es muy hermética. Por ejemplo, llegas tú y están ellos conversando, están platicando, y llegas, te acercas a ellos y empiezan a cambiar de conversación. (Pero han tardado mucho las lluvias, que calor esta haciendo ¿no? ¡que pronto llegan las noches!)”, dijo en una entrevista.

En la vida tanto como en la literatura, toda construcción es frágil y tiende al vacío. Las obras son la suma de fragmentos de la vida que acuerdan estar juntos por tiempo ilimitado. El silencio, en este caso, es la acción negativa que sustrae del tiempo a las palabras y subvierte el lenguaje por la vía del desuso.

Del mutismo constante nació el semblante del escritor meditabundo de voz queda que utilizó métodos poco convencionales para gritar el silencio de su espíritu, su orfandad y su constante búsqueda. El alpinismo, la fotografía y la destrucción de su prometida Cordillera demostraron el abismo de Juan Rulfo.

Al igual que Juan Preciado, Rulfo buscó la boca del infierno y encontró en la ciudad más ruidosa de Latinoamérica el aposento de las diferentes voces que lo atormentaban. En Ciudad de México transcurrirá el segundo periodo de su vida, allí encontrará la amistad, su voz definitiva y el amor de Clara Aparicio, para quien Rulfo siempre fue un eterno solitario. El Juan que yo conocí era un ser de una inmensa ternura, cuya mirada lo decía todo. Su sonrisa en los labios, que apenas se entreabrían… Estos recuerdos se han quedado en mí. Había algo en él que nunca pude entender, aún a estas fechas, a 17 años de su ausencia: nunca tocamos el tema de sus padres, sobre todo el de su madre. Tal vez en su amor triste él sufría en silencio. Muchas veces le llegué a preguntar: ¿qué te pasa, Juan? Dime... Mas nunca tuve una respuesta; sólo su mirada que se perdía en el espacio. Llevaba a cuestas una inmensa tristeza. Decían que posiblemente la había heredado justamente de su madre, María. Hay tantas incógnitas en la vida de Juan que indagar en ella es entrar en un mundo de suposiciones y zonas inseguras, que refuerzan lo que él mismo escribió: “Nadie ha recorrido el corazón de un hombre.”

Los personajes estoicos, agazapados e inseguros fueron creados en el ser del escritor tímido que sólo expresaba lo necesario, lo preciso o esencial. “No me gustaba hablar mucho…Por eso escogí a esta gente, que aparte de ignorante casi no habla, pero lo curioso es que se me pegó tanto, influyó tanto este estilo y esta forma que también yo dejé de hablar y hablo muy poco”.

La entera naturaleza, se dice allí mismo, está atravesada por una lengua muda y sin nombre, los grandes llanos y desiertos resultan tristes porque son silentes y exasperan con su pausa eterna, los personajes al igual que el creador deambulan por espacios áridos e infértiles.

Aquí se hace evidente que las experiencias trágicas de la vida del autor permearon su obra y enfrentaron al lector con el silencio de los personajes, quienes hablan muy poco entre ellos y siempre respiran un aire de fatalidad o desgracia. El sustrato es el mismo, ya que los personajes comparten la soledad, el hermetismo, y la ausencia de sentido. Según Octavio Paz, la soledad y el silencio tienen las mismas raíces: “Es una orfandad, una oscura conciencia de que hemos sido arrancados del todo y una ardiente búsqueda; una fuga y un regreso.”

Puede resultar cierto, entonces, que todas las desgracias de Rulfo fueron consecuencia del silencio, un silencio mayor: el de sus padres, el de sus paisanos, el de sus pares, pero lo que si no puede cuestionarse es que de este silencio iban a surgir las voces interiores que le dictaron uno a uno los cuentos de El llano en llamas y los fragmentos de su magistral novela.


Calibán: EL DIÁLOGO DE JORGE LUIS BORGES Y JUAN RULFO
Rulfo y Borges, Antroposmoderno

El silencio del gran llano


     - ¿Qué es?- me dijo.-        
     - ¿Qué es qué?- le pregunté.-         
    - Eso, el ruido ese.-          
     -Es el silencio.                               
                         Juan Rulfo

Escribir le producía a Juan Rulfo una angustia tremenda, el papel en blanco era para él una cosa terrible, sin embargo desde temprana edad y como una necesidad vital, este viajero de sí mismo no dejó de hacerlo. Confundidos estaban los intelectuales que lo juzgaron por su silencio prolongado, pues no cabe duda del talento literario y de la erudición nacida de lo simple, es decir de lo profundo.

Sus primeros intentos, donde el personaje central era la soledad, fallaron a juicio propio, pero el esmero y la constancia de los primeros años dieron luz en 1953 en El llano en llamas, Una colección de cuentos para autistas que tuvo, sospechosamente, buena acogida por parte de la crítica.

De este gran llano silencioso se destacaron la originalidad de estilo y la fuerza narrativa de algunos personajes que utilizando el flujo de conciencia lograron ser entrañables para los lectores latinoamericanos. En ellos se evidenciaba el desasosiego y la angustia de aquel oficinista del Departamento de migración, quien confesó la soledad del pueblo mexicano.

El universo de El llano en llamas niega las leyes convencionales de la narrativa, a partir del alejamiento de ciertos narradores con la palabra misma. Rulfo inventa un nuevo estilo, el de la palabra ausente, que como el viento va y viene sin reposar en la conciencia de nadie. “Nada puede cambiar, nada puede transformarse en este universo estático compuesto de vocablos, pero, sobre todo, de murmullos y de largos silencios más elocuentes y significativos que las mismas palabras. Rulfo, como los grandes compositores, conoce el valor del silencio y pide a los lectores que lo llenen con sus propias palabras, pensamientos y sensaciones.”, escribió Hugo Vega.

Lo inefable se manifiesta entonces a través de personajes como Macario, el desquiciado que no puede acceder al lenguaje de la razón y que se convierte en un monstruo; obligado al silencio y a los límites de violentos aullidos, acompañados de zarpazos y manotadas.

Lo indecible, también acosa al narrador de Talpa con el remordimiento del asesinato de Tanilo, quien afirma: “Quizá hasta empecemos a tenernos miedo uno al otro. Esa cosa de no decirnos nada desde que salimos de Talpa, tal vez quiera decir eso. Tal vez los dos tenemos muy cerca el cuerpo de Tanilo”.

En Diles que no me maten y No oyes ladrar los perros la negación aparece referenciada de forma directa en los títulos y se repite a lo largo de las narraciones. “Sí pero no se oye nada…Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros…Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír”.

Incluso en el espacio suena la ausencia, en Nos han dado la tierra está descrita como aquel lugar donde sólo se oye el viento y los personajes se sienten agotados por la inmensidad del espacio exterior al punto que afirman: “No decimos lo que pensamos. Hace ya tiempo que se nos acabaron las ganas de hablar. Se nos acabaron con el calor”. El mutismo en este caso es una necesidad vital que permite la confirmación del otro desde su silencio.

Dentro de esta dinámica de hermetismo hay un cuento que se puede considerar como una excepción: se trata de Luvina, pero no porque el silencio no aparezca sino porque es un personaje más dentro de ese lugar donde se anida la tristeza. Rulfo ha dicho que Luvina le dio la clave para la creación de Pedro Páramo y cómo no, si allí, al igual que en Comala, sólo se escucha el silencio y se puede visitar la nostalgia y la melancolía.

En este cuento las palabras son susurros del lenguaje que desaparecen porque las consume el silencio. En Luvina ya no es posible más ausencia, porque la realidad de ese pueblo fantasmal ha ejercido sobre el lector la atmósfera del afuera, y la presencia de lo inexplicable.

De esta manera se puede concluir que El llano en llamas es una muestra de aquello que no se puede decir o en las palabras de Hugo Gutiérrez Vega: “En las obras de Juan Rulfo, el lenguaje se detiene y queda fijado en un tiempo que desafía con éxito todas las presencias modificadoras. Los personajes de El llano en llamas van más allá de la pura anécdota, superan las circunstancias concretas de la historia y se instalan en una intemporalidad que les otorga la sustantividad independiente propia de las obras de arte y de los grandes arquetipos producidos por la imaginación.”

Ve la luz el primer guion escrito por Gabo | Cultura | EL PAÍS
Rulfo y García Márquez, Centro Gabo

Las voces de la muerte


Pedro Páramo siguió moviendo los labios, susurrando palabras. Después cerró la boca y entreabrió los ojos, en los que se reflejó la débil claridad del amanecer.                                                                                   Juan Rulfo

Es propio de los fantasmas comunicarse en silencio. Incapaces de articular palabra, se expresan mediante actos ilocutorios producidos por el desbordamiento. Así, la única posibilidad de comunicación desde el silencio parece ser la que nos viene después de la muerte.

Luego de la travesía de una vida ruidosa, Juan… llega a un pueblo sin ruidos donde las voces están hechas de hebras humanas. Se lo había prometido a su madre y guiado por sus recuerdos entra en ese pueblo habitado de susurros y tiempos simultáneos, para presenciar el espectáculo del fin de la esperanza.

Juan Preciado desciende a Comala y es conducido por el laberinto de la memoria colectiva del pueblo. “El primer silencio susceptible de notarse con sólo dar un vistazo a cualquier edición de la novela es el de la estructura. La nada entre cada uno de los fragmentos o cuadros que constituyen el texto -setenta en total-, una desconcertante sucesión de renglones en blanco tornada en, como afirmó Fernando Benítez: una estructura construida de silencios, de hilos colgantes que es un no tiempo”, afirma Báez D. El mismo Juan Rulfo dijo que Pedro Páramo era un ejercicio de eliminación y que la estructura de la novela estaba construida de silencios y de hilos colgantes.

Volvamos al silencio, porque las paredes de Comala están construidas de últimas ausencias, ya que sólo en silencio acontece lo sagrado, sólo en silencio somos capaces de escuchar el lenguaje de las afecciones, aquello de lo que hablar siempre quiere decir, pero el ruido de la velocidad del mundo se lo impide.

Después del aturdimiento del primer gran silencio, Juan Preciado averigua que su padre es “un rencor vivo”. El páramo de la muerte donde reina el vacío de Susana San Juan a quien ya no le llegan las palabras.

En este momento Juan Preciado reconoce el carácter fantasmal de lo que habita y se pregunta por los gritos de los niños, reconociendo que no está acostumbrado al silencio y que el ruido del mundo todavía lo acompaña. Juan continúa por aquella ciudad hecha de murmullos, lo guía la ilusión del origen y del reconocimiento, pero en lugar de eso encuentra un rincón en el mundo de los muertos, descubre entonces que el pueblo es apagado por el silencio y que: “Las palabras que había oído hasta entonces…no tenían ningún sonido, no sonaban, se sentían; pero sin sonido, como las que se oyen durante los sueños”.

Es entonces cuando comienza la historia de amor (silencio puro) y Susana San Juan aparece como el objeto de deseo del gran tirano: Pedro Páramo, quien ha guardado su amor durante treinta años. El deseo se presenta como ausencia pura y conmueve la figura de la esperanza de un hombre muerto por la razón.

Susana San Juan pertenece a la realidad de los deseos, de la infancia, los delirios. La desdicha de Pedro Páramo es que comprende la presencia de la ausencia de su amor pues sabe que no puede cruzar el umbral hacia la locura, hacia la muerte, inclusive no se atreve a buscarla en el mismo amor.

Todo ensordece cuando la vida en Comala se convierte en un sufrimiento constante, una esclavitud impuesta por un poder tiránico representado por la tierra, esa atadura que retiene, que reprime. La tierra, para Pedro Páramo, es ese símbolo del poder por medio del cual quiere alcanzar el amor encarnado en Susana San Juan. Pero el proyecto fracasa al enfrentarse a la invencible locura de la mujer y su posterior muerte. “La media luna estaba sola, en silencio. Se caminaba con los pies descalzos; se hablaba en voz baja. Enterraron a Susana San Juan y pocos en Comala se enteraron… Don Pedro Páramo no hablaba. No salía de su cuarto. Juró vengarse de Comala”.

En vida, la muerte se erige como una esperanza para dejar de sufrir, es ese destello liberador donde por fin el sufrimiento podrá descansar. Pero, al cabo, aunque es descanso, también es desilusión. El alma pena y sufre en su sepultura. El cuerpo se pudre y el ánima se vuelve voz vagante y retorcida, voz de la muerte.

Se confirma la sospecha de Dolores Preciado. La muerte parece tener múltiples voces. Dichas voces ya no se muestran tan inútiles ni tan débiles como las voces de la vida. Los muertos de Comala por fin alcanzan un código donde sus lamentos y sus quejas serán escuchados por otros muertos o por aquellos que se acercan cada vez más a la tumba.

La muerte le otorga una nueva dimensión a la palabra. Las sombras de Comala por fin emiten sus pensamientos, amores y odios oprimidos por tanto tiempo. Por consiguiente, la inefabilidad se convierte en un instrumento de liberación que incita a no olvidar los sonidos de la muerte.

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Bibliografía

  • Boixo González José Carlos. Introducción a Pedro Páramo. Cátedra. Madrid. 2002.

  • Báez Durán Miguel. El silencio y las voces errantes en Pedro Páramo. The University of Calgaray. Canada. 2005.

  • Paz Octavio. El laberinto de la soledad. F.C.E. México, 1989.

  • Rulfo Juan. El llano en llamas. Oveja negra. Bogotá. 1995.

  • Rulfo Juan. Pedro PáramoCátedra. Madrid. 2002. P.68.

  • Rulfo Juan. Inframundo. Entrevista con Silvia Fuentes.
  • Rulfo Juan examina su narrativa. Entrevista con Ernesto Parra.
  • Vega Gutiérrez Hugo. Las palabras, los murmullos y el silencioCuadernos Hispanoamericanos 421. 1985.
  • Vital Alberto. Noticias Sobre Juan Rulfo. México.2003.
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Recomendado: Del olvido al no me acuerdo, una película de Juan Carlos Rulfo

Abbas Kiarostami, y la cartografía humana de Irán

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Por Katherin Julieth Monsalve*

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Aldeas abandonadas donde viven personas que no tienen nada. Se ven niños caminando hacia la escuela, una tienda blanca donde un solo profesor le enseña a una multitud de pequeñas figuras sentadas a su alrededor y viejos que esperan la muerte en las puertas de sus casas. Los jóvenes trabajan en el campo porque nadie se puede quedar ocioso. Cuando llegue el invierno no trabajarán, no habrá mucho qué hacer, entonces se dedicarán a tomar té. Por momentos parece que todos se fueron, que están en la autopista respirando aire contaminado en lugar del aire puro que exhalan los árboles y las montañas, porque “¡No se puede vivir sólo de aire fresco!” También están los que no viven en ningún sitio, a los que la única seña para encontrarlos es: por ahí… detrás de aquel árbol, “no tenemos dirección, nada”. Siempre que se recorren los caminos de ese algún lugar de Irán parece que los interminables zigzags condujeran al mismo árbol solitario.

Esto es lo que vemos a través de la ventana, o del espejo retrovisor de un auto, o cuando entramos a los pueblos donde rodó Abbas Kiarostami sus películas y plasmó su visión de Irán, su país natal. Éstas son excusas para hablar de algo que inquieta el espíritu; las escenas del principio y las que vienen son un país a través de los ojos de un autor: En El sabor de las cerezas (1997) Irán está en guerra con Irak, pero a pesar de eso kurdos y afganos llegan a la capital de Irán para trabajar y enviar dinero a sus familias; los primeros han librado constantes guerras y los segundos venían de la Guerra de Afganistán. Sin perder su narrativa, esta película informa, pero más que eso ahonda en la condición humana de las personas que se van de un territorio en guerra para otro que está en las mismas circunstancias. El protagonista habla con un afgano que vigila una fábrica de cemento:

 —Con la guerra aquí, ¿por qué no vuelven?
 —La guerra contra Irak solo concierne a los iraníes. Pero la guerra en nuestra casa nos concierne.
 — ¿Y nuestra guerra no os concierne?
 —Nos ha traído problemas, pero la guerra en Afganistán fue más dura…más dolorosa para nosotros. 

Kiarostami logra, en una película que se centra en la moral sobre la muerte, mostrarnos que es más fácil estar en otra tierra mientras la tuya está en guerra, porque esa tierra distinta no te duele.

De otro lado, usa las discusiones cotidianas como recursos para evidenciar los problemas estructurales de la sociedad iraní. En A través de los olivos (1994) la script de la película va ensayando la escena con el actor y de repente se encuentra unos bloques de ladrillos que le obstruyen el paso. Le grita a un obrero que necesita pasar; después de hablarle varias veces de forma sosegada y encontrarse con la obstinación de ella, levanta la voz:
 —Venimos de las provincias a esclavizarnos para otros, todo para alimentar a los nuestros. Ella le responde que no es su problema. Y es ahí donde está el mayor problema, no sólo social, sino como especie humana: la indiferencia ante el dolor del otro. 
Al parecer, el campo tenía algo que lo conmovía, por eso no dudó en ir al norte de Irán cuando sucedió el terremoto de 1990, y se quedó en un lugar: la villa de Koker. Salió a los caminos polvorientos a buscar los protagonistas de la vida que aconteció antes, durante y después del terremoto. Pero su relación con ese lugar venía desde antes, cuando grabó ¿Dónde está la casa de mi amigo? (1987), una película que guarda una fuerte relación con la tradición oral persa al construir la figura del niño sabio. Volvió para encontrarse con un puñado de personas rehaciendo sus vidas.

La historia de Y la vida continúa (1992), es la búsqueda de los protagonistas de ¿Dónde está la casa de mi amigo? Bajo esa estrategia narrativa tan suya de plasmar múltiples realidades en sus películas, Manuel Martín en su texto La trilogía de Koker, agrega que “el argumento se basa en una historia real, inspirada en su propio viaje, en su propia experiencia, rodada de forma ficticia y relatada por último de manera realista. Existe también un juego de identidades y espejos. Kiarostami opera en varios momentos la cámara, un actor le interpreta: Farhad Kheradmand”.

Él no se olvidó de la historia que le contó Hossein Rezai, ¡quien se casó un día después del terremoto! Pero la historia queda inconclusa. Para terminar de contarla llega la tercera parte, A través de los olivos (1994), de esta serie de películas que recibieron el nombre de La trilogía de Koker. Manuel Martín dijo muy acertadamente en su texto que en esta película ocurre magia, miren por qué:

“Un equipo de rodaje se presenta en Koker para rodar Y la vida continúa. La película narra la historia de amor entre Hossein y la joven que interpreta a su mujer en el rodaje de la película anterior. Volvemos a la misma escena. Hossein, mientras se calza unos zapatos, cuenta al director, interpretado por Frahad, su reciente casamiento. Ahora hay tres directores, en tres momentos concretos de su vida. El Kiarostami (Frahad) que llegó a Koker buscando a los protagonistas de ¿Dónde está la casa de mi amigo?; el Kiarostami que rueda Y la vida continúa, interpretado por un segundo actor, Mohamad Ali Keshavarz, y el propio Kiarostami que rueda a los demás para esta nueva película titulada A través de los olivos. Un increíble acontecimiento cinematográfico. La cámara del director nos cuenta la realidad oculta de Houssein, su historia de amor, que tuvo lugar detrás de la cámara del propio director en la película anterior”.
Y… “A través de los olivos salen dos chicos que se acercan a la cámara cargados con unas macetas. Son Babek Ahmed Poor y Ahmed Ahmed Poor, los dos protagonistas de ¿Dónde está la casa de mi amigo?”

En otra de sus películas, El viento nos llevará (1999), el protagonista se sorprende cuando una señora le sirve café en un pequeño negocio; la mujer le responde:

— ¿Por qué dice que nunca vio eso? Todas las mujeres sirven. Ellas tienen tres oficios: de día, trabajan. Al anochecer sirven, y por la noche, trabajan.
La escena continúa su cauce hasta que una nueva discusión estalla, en esta oportunidad es la mujer con uno de los clientes.
 —Mi té lo relaja a usted, ¿quién cuida de mí?
 —Soy quien está exhausto. Estuve recogiendo la cosecha, segando con el sol ardiendo. Su trabajo no es todo, usted se debe acordar del primer día que le sirvió té a su marido, lo disfrutó y él también. ¿Servirle té a su marido ahora se volvió trabajo?
 —Da igual hacer té o servir. Es un trabajo.
 —¿Los hombres no tienen un tercer trabajo? ¿Solo las mujeres? Si no hacemos el tercer trabajo perdemos la honra, pesa como una montaña. Es un trabajo muy difícil. 

En esta escena chocan las imposiciones contra las mujeres, pero también contra los hombres… el peso de la tradición. De esta forma Kiarostami se adentra en la comprensión de las tradiciones y cultura iraníes, que se complementa con otras conversaciones para darnos un cuadro completo, como es el caso de las palabras que le dice el mismo protagonista al niño que lo guía:

—No se debe responder antes de que te pregunten.
 —Sí, me enseñaron eso. 

Desnuda una sociedad fundada sobre Alá, la moral y la función predeterminada de cada uno de sus miembros, cuyo cimiento principal es el miedo. Y esto se termina de probar con la pregunta que le hacen al niño en un examen escolar: ¿qué le pasa a los buenos y a los malos el día del juicio final? Kiarostami reúne la idiosincrasia, los miedos, agüeros, experiencias de vida, normas de conducta y el contraste de miradas de todos estos personajes para formar una visión de Irán.

 —¿Bonito? No hay nada excepto tierra y polvo.
 —¿No crees que la tierra es hermosa? ¡La tierra nos da todas las cosas buenas!
—Pues sí, aunque todas las cosas buenas vuelven luego otra vez a la tierra. Y como espectadores nos preguntamos: ¿Somos lo bueno que viene de la tierra y vuelve a ella? 

 Kiarostami, ¿el contradictor de las costumbres? 


A través de los olivos

Hace un buen tiempo estuve en la presentación del tercer corte de los documentales del pregrado de Comunicación Audiovisual y Multimedial de la Universidad de Antioquia, y una de las docentes que revisaba los trabajos manifestó que le temía a la palabra en el cine; supongo que es porque el cine es el lenguaje de la acción, del movimiento. En ese momento tenía las películas de Abbas Kiarostami en la cabeza e inevitablemente pensé: él no le temía a la palabra, no cayó en la tentación de ilustrar el pasado para que un testimonio no fuera tan pesado, no intentó llevarnos a otros lugares y personajes para refrescar.

En la vida ocurren cosas sin sentido, momentos triviales, o en los cuales no pasa nada. Hay sucesos que no se desprenden narrativamente del anterior ni conducen al siguiente. Dedicamos mucho tiempo a pequeñeces que terminan por explicar quiénes somos; nos constituimos como seres contradictorios, ambiguos; las etapas de la vida no finalizan con un THE END; desconocemos nuestro destino. El cine de Kiarostami es así: escucha con paciencia la historia del otro, permite silencios, espacios de tiempo que ayudan a tomar el aliento necesario para retomar el hilo del relato, pausas para ahuyentar las lágrimas.

Plantea las contradicciones en el contenido y también en la forma. Él tuvo por costumbre mostrar apartes del rodaje en las películas, era como si manejara varias dimensiones de la realidad; un ejemplo es A través de los olivos: un actor que actuará de director nos introduce a la historia, voltea y se dirige a una multitud de niñas con trajes negros largos, en medio de ellas asume el rol de director, el que nos conducirá a la ficción de la película; sin embargo, la realidad en la que viven los personajes que hacen el casting o trabajan en el equipo de producción sigue estando presente, hasta volverse la verdadera película.

Cuando se presta esa atención a las contradicciones y planteamientos de los personajes de las películas, sólo podemos llegar a la comprensión; Kiarostami logra dicha comprensión confrontando constantemente las costumbres y creencias: usa personajes desconocidos para la comunidad en un rol similar al de un periodista. El protagonista de A través de los olivos le dice al director que no le gusta como esposa la niña que le acaba de mostrar, plantea que:
—Si mi esposa es analfabeta, como yo, ¿quién ayudará a los niños a hacer los deberes?
 El director le contesta:
—No la quieres porque es analfabeta. Pero Tahereh no te quiere a ti por la misma razón. ¿Por qué te molesta entonces? 

Estas películas están llenas de preguntas de este tipo, de las que obligan al silencio porque desacomodan la pirámide de las ideas y las concepciones sobre lo que debe ser la vida. Así es como llega a los conceptos más profundos de la cultura iraní, los que parecen no tener lugar a refutación; los derrumba, los vuelve erigir o los deja suspendidos…

El protagonista de El sabor de las cerezas, en su búsqueda de alguien que sea testigo de su último momento de vida, que lo devuelva a la tierra, dice:
“Pero llega un momento en que un hombre ya no puede continuar. Está exhausto y no puede esperar a que dios actúe. Así que decide actuar por sí mismo. Entonces, esto es lo que se conoce como suicidio. Es una palabra en el diccionario. El hombre la aplica. He decidido liberarme de esta vida (…) El suicidio es un pecado capital. Pero ser infeliz es también un gran pecado. Cuando no eres feliz dañas a otras personas. Hacer daño a la gente cercana a ti también es un gran pecado”. 
En este punto pareciera que todo está dicho, que lo único que busca Kiarostami es decir lo opuesto a lo que dicta el Corán y las ideologías locales; pero luego aparece la respuesta de otro posible sepulturero: “Si todos actuáramos así ante los problemas de la vida no quedaría nadie en la tierra”. Y con esta frase la película nos lleva a lo incierto. Nunca conocemos la verdadera decisión del protagonista, como tampoco nos cuenta el porqué, “no te ayudaría saberlo y yo no puedo hablar de ello. No puedes sentir lo que yo siento. Mostrar compasión. ¿Pero sentir mi dolor? No”. Es un hombre corriente, de esos que se llevan ocultas tantas cosas sobre sí mismos, alejado de las narrativas hollywoodenses donde los personajes nos explican cada aspecto de su comportamiento.

De ese modo estructuró personajes complejos, como esos preguntones cuyo pasado nunca conocemos: un hombre que viaja en un carro buscando alguien que lo acompañe en la tristeza y soledad de su suicidio, un director de cine que prende la llama de una historia que supera la que intenta rodar, un ingeniero cuya labor en un pueblo de Teherán nunca comprendemos por completo; pero a través de ellos conocemos el pasado de otros.

Kiarostami, el filósofo 


El viento nos llevará

El cine de Kiarostami no nos da casi porqués, más bien nos deja una cantidad alarmante de signos de interrogación frente a lo que se nos ha enseñado sobre la vida, la muerte y todo lo que acontece en ellas, está siempre presente: ¿qué son? No sabemos si está a favor o en contra de las tradiciones, sólo tenemos sospechas, pues las cuestiona desde las conversaciones más simples y cotidianas. En cambio sí nos dice qués: ¿Qué implica ser un buen hermano? ¿Qué es un pecado? ¿A qué se renuncia con la voluntad de la muerte? ¿Una mujer que sirve té está trabajando? ¿Has perdido la esperanza? ¿Tú quieres apresurarte en ir allí (el lugar de los muertos)?

Kiarostami es un autor porque tiene una filosofía determinada por la sabiduría del pueblo, porque entendió que los postulados filosóficos y la poesía surgen allí. Estas son algunas de los planteamientos en sus películas: Durante uno de los diálogos que se sostiene en la película de ficción que se rueda en A través de los olivos, el protagonista habla del terremoto que arrasó y desplazó gran parte de la población, y añade una frase donde se resume gran parte de la cultura iraní (la conciencia del paso del tiempo, la cercanía de la muerte y la importancia de la familia): “Mientras vivamos debemos tener familia, puede que el próximo terremoto nos mate”. Otra conversación esporádica entre el director y un actor lanza una frase certera: “esta pobre gente sabía que el universo es cruel y la vida corta”.

El viento nos llevará habla de la peor tragedia de la existencia: “la vejez es una enfermedad terrible. La muerte es peor… no volverás a abrir los ojos a la naturaleza y misericordia de Dios”. Lo que conecta muy bien con El sabor de las cerezas, cuando se refiere a esa primera concepción del hombre como ser que viene de la tierra y regresa a ella: “Solo finge que estás cultivando la tierra. Que yo soy el abono que debe esparcirse al pie de un árbol”. Para conducirnos a el desarrollo natural de la vida humana: “La vida es como un tren que camina hacia adelante hasta que alcanza el final de su recorrido, el fin. Y la muerte espera en el fin”.

Dónde está la casa de mi amigo, es quizá la película más parecida a la vida que tiene Kiarostami: el conflicto surge de forma natural y constantemente se incrementa. El niño enfrenta la situación con el miedo zumbando en el oído; se le presentan obstáculos en el camino, debe parar a preguntar, ayudar a otros, muchas opciones para elegir, desviarse del camino para recibir indicaciones necesarias que lo ayuden a llegar al lugar indicado; encontrar la sabiduría en las personas menos sospechadas: “las puertas de hierro duran toda la vida, pero yo no sé cuánto tiempo dura la vida”.

Hice todo este viaje a través de los caminos polvorientos de Irán; caminos sinuosos manchados con algunos árboles a los costados para comprender que lo que hace a Kiarostami un autor es su filosofía; que no es otra que la de los obreros, los que no pertenecían a ninguna parte, los que no consideraban Irán su tierra, los niños obligados a callar mientras los mayores se imponen, las mujeres analfabetas y las estudiantes, los desconocidos que llegaban a escarbar en los puntos más sensibles de las costumbres; en ellos y ellas siempre había posiciones frente a la vida, rebeldías, poesía; por eso podían dar una dirección así: “Al lado de un árbol… una calle con sombra más verde que los sueños de Dios”.

Kiarostami dialogó con la reflexividad de ellos, por eso pudo poner en el guion de A través de los olivos esto: “Pensé que el lamento de mi corazón era lo que había destruido las casas, ¿cómo me iba a comprar una casa después de eso? Además como me dolía, quería aligerar mi pena con ella: ahora que nadie tiene casa. Estamos aquí todos a igual nivel. ¿Qué responde a mi propuesta de matrimonio? Me dieron una respuesta que aún hoy me quema el corazón. (…) Desde que tenía 11 años he trabajado en las casas de los demás. ¡Y sin casa no hay mujer!”. Tuvo estrategias narrativas en las que se escuchaban la vida y las dificultades de otros. Encontró personajes en el camino que dejaron algo de ellos y se fueron. Con todo esto logró formar un mapa humano y rural de Irán.


*Katherin Julieth Monsalve
Estudia Periodismo en la Universidad de Antioquia.
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Imágenes:
Fotogramas de la cinematografía de Abbas Kiarostami
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