Heimat, de Edgar Reitz

Por Daniel Ferreira


Dos realidades

Capturar la realidad objetiva es una pretensión de los notarios del realismo (periodismo, historia) que anticipa un fracaso, ya que solo podemos entender la vida por un reordenamiento mental, una narrativa, una interpretación de los hechos determinantes, de las elecciones y eventos que determinaron el porvenir: la realidad subjetiva. Capturar la repetición de rutinas vacuas vividas a diario solo conduce a la desesperanza. Por eso no recordamos lo que comimos ocho días atrás, salvo si fue un almuerzo extraordinario, pero sí podemos recordar el ponqué que horneó la abuela cuando cumpliste 7 años, porque es un reordenamiento en otro plano. Que la narración, el reordenamiento de la realidad a través de la ficción, tiene más alcance si busca el trasfondo de los actos, más que los actos mismos, sería la hipótesis.
El primer logro destacable de la serie alemana Heimat, de Edgar Reitz, es el punto de vista narrativo. La implementación del álbum fotográfico y la voz en off del testigo. La narración de la vida de esa familia, de ese pueblo, de un cambio de época a través de dos obsesiones: la de aquel que toma fotografías y la de aquel que las interpreta. El que la registró, la vida cotidiana, no es quien la interpreta. Quien narra la historia de la familia Simon en una aldea alemana en la frontera con Francia durante los años 20, 30, 40 del siglo XX, es Glasisch, un miembro de la comunidad, un testigo externo. El que toma las fotografías, es Eduard, un miembro de la familia Simon, es decir un testigo interno. Las dos perspectivas se juntan para hacer verosímil toda la gramática narrativa y toda la propuesta estética del relato: cada capítulo está dedicado a un personaje, a su intimidad, a sus deseos, a sus aspiraciones, a su realidad subjetiva, y a la vez el relato se presenta dentro de un universo colectivo, un contexto: la realidad objetiva.

¿Qué fotografiamos?

Lo que debe ser recordado. Lo que nos ha dolido. Lo que nos llama la atención. Los momentos de dicha. Lo que hemos perdido (juventud, posesiones, lugares, paisajes, parientes); es lo que, nos dice la ley de conservación de la memoria, debe ser fotografiado. ¿Qué nos dice lo fotografiado? Lo que ha cambiado, cómo eran esos que ya no están, cómo fuimos nosotros que ya no somos. Numerosas escenas empiezan o culminan en Heimat con un cuadro de personas que posan para el lente del fotógrafo aficionado de la familia Simon. Las síntesis de lo que ha acaecido en el capítulo anterior (una exigencia para las series que abarcan grandes periodos de tiempo, líneas dramáticas y genealogías familiares) también están hechas con la presentación de mosaicos y álbumes de fotos de Eduard Simon.

Los personajes

Los primeros protagonistas se llaman Paul y María. Paul Simon viene de la guerra (la primera mundial). Allí fue operario de radio. Aprendió código morse. Sabe captar ondas electromagnéticas. Sabe de circuitos. Está atento a la tecnología de la comunicación. María trabaja como doméstica para la familia Simon. Sabe cocinar, limpiar, acompañar. Ella sonríe todo el tiempo. Él es tímido, inexpresivo, nunca sonríe, casi no habla, solo una vez mostrará un sentimiento de desamparo a través del llanto. Ella es curiosa, solo observa; lo observa. Él se dedica a fabricar un radio de onda corta durante tres años. Ella estará pendiente y lo cubrirá de atenciones. Su primera relación sexual es un rito infantil, una escena de llanto de él a la que se suma un gesto de protección maternal de María hacia Paul (quien sufre un duelo amoroso por una gitana). De esta unión de consuelo entre María y Paul, nacerá Antón Simon, el hijo mayor, y luego del matrimonio vendrá Ernst Simon, el segundo hijo de la pareja. Paul Simón abandonará a María y a sus hijos, sin explicaciones, y se irá a Estados Unidos, donde se convertirá en un empresario próspero en Detroit. María aun tendrá otro hijo, del ingeniero civil Otto Whlleben, en tiempos de Hitler: Hermann, que será pianista y compositor de música electrónica en la posguerra. A Paul y María está dedicado el primer capítulo de Heimat. En realidad, ellos serán los ejes de toda la historia, porque la serie sigue su línea de descendencia.

Karl Glasisch se llama el narrador. No pertenece a la familia Simon. Por eso es un testigo perfecto. Glasisch es una especie de mil oficios, que estará presente en todos los momentos decisivos que transforman a la familia Simon. Glasisch es quien hace los sumarios. Glasisch es quien interpreta el tiempo. Glasisch es quien determina los protagonismos, quien interpreta el pasado para organizarlo. La narración, toda narración, consiste en ordenar el mundo, en ordenar la memoria de la vida humana. Glasisch, el borracho de siempre, describe así a María en el último festefo: “Oh, sí, María: siempre ha sido como una especie de calendario. Siempre he dicho que era todo nuestro siglo vivo. Aquí ya tiene 65. Era el año 1965.” Así empieza a narrar Glasisch el capítulo que está dedicado a la muerte de María. El capítulo culmina con la muerte del narrador, pero la serie culmina con la muerte de María. María, que empieza como un personaje secundario, como un vecino sin más relación que la laboral con la familia Simón, acaba por ser el pilar del tiempo, de la línea de la descendencia, de la conservación del hogar. Heimat es la historia del fin de un matriarcado. La mujer que organiza el mundo desaparece para que sus descendientes hombres lo determinen. María finaliza la historia, porque no tiene hijas que le den continuidad. La muerte de María es también el final de una era, en el pueblo. Sus hijos varones se reúnen por última vez para despedir a quien cuidaba el hogar, quien aseguraba la presencia del fuego, quien dominaba el sentido y la conservación del pasado (fue ella quien cuidó de la abuela, sin ser la hija). Heimat significa hogar, pero Heimat también significa patria.

Patria es la tierra del origen, la tierra del padre. La tierra de todos es Heimat. La tierra de Paul, que la abandonó a su familia para perseguir un nuevo destino individual, en una nueva tierra, prometida: América (Estados Unidos). Paul, cuya ausencia hace presencia en toda la serie, es la antítesis del arraigo. Su decisión inicial de romper con todo vínculo es una reivindicación de la voluntad: Paul se opone, a través de una decisión, a establecer el contrato social, los lazos vinculantes de sangre y la estrechez del pensamiento. Paul encarna la personalidad individual, la autodeterminación, mientras que María encarna el rol de la resignación de la mujer (madre) sin consorte. Ante la evidencia del abandono de Paul, María asume la actitud del que no tiene porvenir, sino obligaciones. Ella vive en un universo doméstico cerrado, donde las mujeres no podían organizar una industria, ni educarse, ni emprender un viaje, ni mantener una familia con la paga su trabajo, ni pilotar un avión, ni cambiar el destino de sus descendientes; solo conservar. (La única que revierte este destino en la serie es una gitana, pero se debe ir a donde no la conozcan para tener el control de su vida). Con el tiempo, cambiarán los roles, claro, pero ellos son sujetos de su época y de sus prejuicios: Paul regresará para tratar de resolver con dinero la deuda moral del abandono, y María se enamorará, pasada una década, de otro hombre, con lo que se dará la oportunidad de asumir una elección, un espacio de libertad y recomposición de su vida (aunque vuelva a repetir una historia de amor frustrada por la muerte del amante). Sin embargo, serán a través de los descendientes de la pareja como se cuestionen los principios morales y las obligaciones y las identidades que determinaron la suerte de los ancestros. Será el matrimonio trunco de María y Paul lo que revele a los descendientes que las vidas anteriores y los roles anteriores, no tienen por qué ser espejo de las decisiones de ellos, los descendientes: no hay que irse al otro lado del mundo para fundar una industria, no hay que negarse la oportunidad de recomenzar aunque un marido te abandone, ni negarse a buscar una independencia, la primordial, la económica, aunque tengas hijos. Los descendientes de María y Paul se convertirán en todo lo que los padres no pudieron ser, o lo que lograron ser solo a fuerza de renuncias, abstenciones, traiciones y heridas incurables.

Schabbach, se llama el pueblo que fue la tierra de todos. Es el escenario de la historia. Lo encontramos a comienzos de 1919 y lo dejamos en 1967. Al comienzo es una aldea de calles enlodadas. Al final, es un pueblo pujante cuyos habitantes viven de emplearse en las industrias de cristales ópticos y de madera que monopolizan dos hermanos de la misma familia. La huella del desarrollo técnico y los adelantos científicos del siglo pasan por sus calles y por sus campos. Schabbach es el campo de experimentos del capitalismo industrial alemán. Al comienzo surcan sus caminos de tierra carretas tiradas por caballos, pero al final surcan sus autopistas limosinas y motocicletas de alto cilindraje. Es un pueblo cuyo paisaje vemos desde el aire, desde los balnearios, desde los monumentos, desde las fachadas, desde su río, desde la forma en que va convirtiéndose en el escenario donde se tejen las relaciones entre sus habitantes. Es un pueblo de frontera, emblema de la transformación de una Alemania rural que se convierte en un cruce de caminos bélicos, de una Alemania arrasada por los rigores de la derrota en la guerra y de una Alemania que ingresa en una revolución técnica, económica y social que la convertirán en una potencia mundial en menos de lo que dura una generación humana. Es un pueblo que vive al comienzo de la agricultura en la postrimería feudal y al final del capital extranjero en la explosión industrial: Schabbach es una metáfora del capitalismo patriarcal.


La tecnología y la velocidad determinan la época

Un método efectivo para capturar extensos periodos de tiempo y hacerlo evidente es registrar la presencia de avances tecnológicos que transforman la vida (la velocidad, la dificultad) cotidiana. Tal vez las ruedas de faetón y la herrería del abuelo Simon en el primer capítulo puedan ser contrastados con el helicóptero que usa el nieto Ernst Simon para transportar los árboles cortados de su industria maderera de un lado a otro. Tal vez la bicicleta con motor del primer capítulo contraste con el aeroplano que aparece siete años después para estimular en Paul Simon el deseo de partir, o con las motos de sidecar nazi de tiempos de la guerra, o con los automóviles equipados con radioteléfono del último capítulo. Tal vez las ondas de radio que Paul Simon, sobreviviente del frente Ruso en la primera guerra mundial quiere captar en las ruinas del castillo con un primitivo equipo de radioaficionado, contraste con las grabadoras de Hermann, el pianista de la familia, que ofrece un concierto de música electrónica en los socavones de la antigua mina. El tiempo de Heimat está marcado tanto por las sucesiones generacionales como con la llegada de la luz eléctrica, del ferrocarril, del aeroplano, de la autopista, de los modelos de cámaras fotográficas, de los fusiles que van alterando la vida y todos los artefactos que impulsan nuevas profesiones y codicias y proyecciones en las generaciones venideras. Esta modernización de la técnica es un pretexto magistral para emprender cambios en la trama y registrar el transcurso del tiempo. Los altibajos de las economías familiares también sirven como nodos temporales. Mi madre solía empezar a hablar de una época acotando que por entonces una libra de carne costaba dos pesos.


La guerra

Si usted busca conocer el devenir de un pueblo como un gran relato histórico se ha de tropezar tarde o temprano con las categorías de tiempo y civilización que mueven al historiador: el feudalismo, la burguesía, el pensamiento medieval, como si la gente que hubiera vivido ese tiempo se moviera para justificar la historial. Es una consecuencia de las categorías que recibimos a lo largo de la enseñanza y que determina la forma en que leemos las señales del mundo. Para quienes vivieron en el pasado, no había categoría. Había solo formas más o menos brutales de amar, de criar, de entender la vida, había tipos de trabajo, había gente que se filiaba a un partido político y otros que tenían noticias de una guerra sin estar involucrados en ella. Para el pueblo donde ocurre Heimat, el nazismo es un episodio que modifica su vida cotidiana, pero no como un relato ideológico-histórico, ni como grandes paradas militares, ni como un escenario de grandes batallas, ni como  un inventario de escenas de xenofobia, sino como una presencia discreta que altera primero la economía familiar, luego transforma la idea de progreso, luego exalta los sueños, los ideales y alimenta la propia noción de destino, de facultades y de esperanzas. La guerra en Heimat es el contraste de todos esos ideales prebélicos y la forma en que se derrumban. La guerra es un hijo que se enfila como un héroe y es hecho prisionero en El Frente, la guerra es un paracaidista enemigo que cae en un bosque cercano y a quien alguien del pueblo (¿quién?) matará sin piedad de un tiro, la guerra es un niño tuerto que no ha servido para nada, pero alguien le descubre habilidades de francotirador; la guerra es ganar una fortuna con el expolio de los que deben marcharse y la derrota es perder esa fortuna mal habida por haber sido ganada con la desdicha ajena, la guerra es envejecer aceleradamente. La vida no ocurre a la par de los grandes relatos ni se mueve en función de las categorías históricas. Los que vivieron el tiempo del nazismo, en territorio nazi, no eran todos nazis, ni se comportaban de un modo concebido por el enemigo y decretado por los notarios de la historia y aceptado por el futuro.
Edgar Reitz se propuso en el cine lo que se propuso Faulkner en la novela: la construcción de un universo social autónomo, que emerge ante los ojos del espectador como correlato aún más verosímil que la propia realidad histórica documentada. Mientras ocurre el hecho histórico (el acontecimiento político, social, que se impone por sus notarios como lo que debe ser recordado) ocurre la vida secreta de los damnificados de la historia. Al ser narrada esa vida secreta, invisibilizada de una nación (una nación que no merecía, en palabras de Sebald, conmiseración ni reconocimiento del dolor por haber provocado y perdido una guerra), a través de la selección de una pequeña comarca y la forma como sus habitantes acaban afectados o involucrados en la conflagración de una época, la Historia, con mayúscula, la de sus líderes, la de los movimientos sociales tomados en conjunto, empieza a perder la preponderancia desmedida y a ser reescrita para dar paso a una comprensión más humanizada, más corpórea, más cotidiana de un mundo condicionado, sí, por el acontecimiento político, pero presentado ahora como un mundo más veraz y comprensible que el que se acomoda al relato histórico. Y más verosímil, porque está construido con las relaciones de gente cuyas vidas empezamos a conocer, a humanizar, más verosímil porque es apócrifo, y porque es adyacente a los hechos definidos como importantes y documentados de la Historia.


Posibilidades del color

La decisión de presentar un mundo a blanco y negro interrumpido por filtros sepias, verdes, grises, pardos y escenas a todo color, me sigue pareciendo una incógnita. Al principio pensé que marcaban saltos de tiempo, al aparecer en dos épocas distintas. Luego, al no descubrir patrones ni correspondencias, pensé que marcaban énfasis emocionales, montajes elípticos. Ahora creo que es un rasgo estilístico visual que incluye ambos aspectos (perspectiva y emoción) de la misma manera en que relacionamos las emociones con colores, pero además demarcan la subjetividad de algún personaje en momentos de contemplación o sublimación (el soldado que regresa vivo de Rusia, María cuando recoge bayas con los niños y las mujeres –escena bucólica-, Marcus el aviador cuando va a lanzar claveles sobre la casa, los bailes con Otto el ingeniero que construye la carretera, el viaje a Berlín del fotógrafo aficionado y su romance con una prostituta que lo introducirá al mundo nazi). ¿Hay alguna forma de usar el color en medio del blanco y negro sin provocar un montaje emocional melodramático? (¿Recuerdan el discurso moral de Spielberg en la Lista de Schindler cuando pinta de rojo el abrigo de la niña judía que va a morir en el Lager?). La estética visual de Heimat se basa en travelling y background (desplazamientos de cámara por paisaje y planos generales de personajes que contrastan el paisaje) y escenas domésticas con primeros planos de rostro y expresiones faciales. Es una serie para televisión pero grabada con técnica cinematográfica en exteriores, con un manifiesto furor por el paisaje de la Alemania campesina. Toda la dirección de arte está montada sobre postales y fotos domésticas representadas de forma teatral. No hay grandes batallas épicas de la segunda guerra mundial, ni ritos colectivos, ni escenarios barrocos. Escenas caseras, diálogos de comedor y alcoba, confesiones de cocina. Los hombres y sus decisiones marcan los cambios, alteran la familia y condicionan las elecciones que tomarán las generaciones venideras. Las mujeres, por otro lado, marcan la permanencia y el arraigo. Los hijos y su crecimiento muestran las huellas de estas dos tensiones en el tiempo.


Esculpir en el tiempo

Es el gran logro de la serie: mostrar el lento fluir del tiempo, a través de la senectud de sus testigos. El discurrir del tiempo humano. En una saga familiar puedes percibir cómo evolucionan los personajes y su carácter mientras envejecen. El paso del tiempo en Heimat por dilatarse en tantas generaciones, en líneas generacionales, se marca con el relevo de los protagonistas, con el cambio de personajes de niños a adolescentes y de adultos a ancianos. Los que son extras hoy, serán protagonistas mañana, y pálidos reflejos en el futuro. Solo María, y la abuela Simon, permanecen en el tiempo. Ellas, que parecen nunca envejecer, como esas abuelas que nos parecen haber sido abuelas siempre, o madres que siempre fueron de la misma edad en nuestro corazón, envejecen de repente, durante la guerra. “En cinco años envejecieron todos”, dijo Carlos Augusto, con quien vi la serie completa. Esa observación me hizo reflexionar sobre la forma más idónea para registrar el paso del tiempo en una narración audiovisual: ¿es el tiempo, o el efecto del tiempo sobre la vida humana lo que percibimos? ¿Hay un tiempo uniforme en la periodicidad que sin embargo puede causar más estragos según la forma en que se viva? ¿Alguien que vivió los cinco años de una guerra fuera del escenario de la guerra puedo haberse avejentado menos que quienes la tenían cerca y sufrían sus avatares? Con la técnica de Heimat el espectador percibe que el tiempo tiene tres flujos: el presente en que vives (que te da la perspectiva) el de los demás (el convencional, que te sirve de ordenamiento de la vida) y el de aquellos que ya murieron.

Nota:
Tres partes adicionales ha añadido Edgar Reitz a la miniserie Heimat de los años 80. Una, narra la vida del hijo músico de María. Otra, narra la vida en Alemania en los tiempos de la caída del muro de Berlín, y la última, estrenada en 2013, narra la vida del mismo pueblo y de los ancestros de la misma familia pero en el siglo XIX. De manera que Heimat es uno de los proyectos cinematográficos más ambiciosos de la historia del cine. Reordenar, con palabras o imágenes, los acontecimientos de una vida, o de un conjunto de vidas en el tiempo, puede convertirse en una paradoja para quien se aproxima a la narración: comprender tu propia vida a través del relato. Las sagas familiares es el tema favorito de las obras maestras, porque cada familia es un espejo de todas las familias del mundo. Porque todos hemos visto reflejada nuestra propia familia en la familia de los demás.

Nos gustaría saber su opinión. Deje su comentario o envíe una carta al editor | RC