Sobre el caso Carolina Sanín





Por Rigoberto Gil

El nombre de la escritora bogotana Carolina Sanín llegó a la cúspide mediática en este ambiente navideño, tras la decisión de las directivas de la Universidad de Los Andes de no renovarle el contrato laboral para el próximo año. Ya no podrá dictar en ese claustro, donde se formó en Filosofía y Letras, los cursos sobre El Quijote y Taller de Narrativa. Acostumbrados a sus ataques viscerales contra las corridas de toros, al alegato religioso en favor de los animales, a su “creciente fundamentalismo” (la frase es de Melba Escobar) como mujer armada para enfrentar una sociedad falócrata, pero, sobre todo, acostumbrados a su incorrección política, en la que no se ha impuesto límites en el uso del lenguaje, no comprendo por qué ahora los seguidores de Carolina Sanín quieran victimizarla.

¿Es Carolina Sanín una iconoclasta? En cierta medida lo es, o por lo menos ella ha querido serlo, si por iconoclasta entendemos aquel espíritu rebelde que se alza contra la autoridad y rechaza de plano la mayoría de valores y preceptos morales de la sociedad colombiana, ultraconservadora y “heteropatriarcal”, si se me permite emplear un término usado como arma cortopunzante por los “Chompos Ásperos”, esa banda juvenil que, al parecer, se educa en las canciones de Maluma y recibe algunas clases de género en las mismas aulas donde Sanín solía hablar de Dulcinea del Toboso. Pero a sus seguidores de Facebook hay que recordarles que la iconoclasia riñe con la institucionalidad. Y, quiérase o no aceptar, Carolina Sanín era profesora de una institución que vela por unos principios y que, en asuntos contractuales,  se debe a ellos. Al romperlos, al confrontar las políticas de una universidad privada y de élite, al compararla con una cárcel que intenta reeducar delincuentes, tipo Chómpiras, se comprende que no le renueven el contrato “por lastimar el nombre de la Universidad, afectar la convivencia en la universidad, y dar mal ejemplo a los estudiantes”. Ella lo sabía y por eso al hacer público el mensaje escueto con que la despidieron y, a su vez, al despedirse de los posibles estudiantes que tomarían sus cursos el próximo semestre, se comprende, literalmente, esta expresión exultante a la que acude: “¡Que viva la libertad!”. Con la actitud de la profesora Sanín se demuestra, sin embargo, que Ser pilo no paga.
Parto de una convicción que se recrudece con los años: las redes sociales y en especial Facebook, se han convertido en el lugar para prolongar la adolescencia y desde allí, para animar una suerte de imperiosa anarquía frente a un mundo burgués, que normaliza a la fuerza. La bogotana Carolina Sanín, de 43 años, se ha ufanado en varias ocasiones de tener miles de seguidores en su cuenta Facebook. La verdad, ese número va en aumento a raíz de la presencia temeraria de los “Chompos” y de su despido de Los Andes, lo cual le ha ampliado a la internauta las posibilidades de argumentar en sus controvertidos posts. Tantos seguidores dan para formar una secta, como a la que pertenece la exfiscal Viviane Morales. Tantos seguidores dan para hacerse, al menos, esta pregunta: ¿cómo hace uno para alimentar la sevicia, la rabia, la inconformidad, la bipolaridad, la virulencia de tantos seguidores intercomunicados sin que la dueña de la cuenta se convierta en una triste clown? Y vienen varias preguntas adicionales: ¿a qué horas la profesora Sanín escribe sus novelas ilegibles, piensa en sus gatos, escoge el menú de  su comida sana, observa cómo juegan a las cartas los estudiantes uniandinos y prepara sus clases, sin que ello altere su optimismo radical?


El caso Sanín debe servir al menos para preguntarnos por el lugar que ocupa el intelectual en la sociedad colombiana. Porque si ese lugar es exclusivamente el de Facebook o Twitter, donde el anonimato cobarde de los interlocutores da licencia incluso para amenazar la vida de quien comparte ideas, creo que ha habido un recorte de lo que ya intelectuales como Hernando Téllez, Gaitán Durán, Gutiérrez Girardot o Moreno-Durán habían logrado para un país autodestructivo como el nuestro. Lo otro es el uso del lenguaje en el momento de pretender argumentar. Ya lo recordaba Piedad Bonnett en su última columna, quizá evocando a Steiner: “el lenguaje no es inocente”. No parece inocente, por lo tanto, que la argumentación suela derivar en la vulgaridad. Si esa vulgaridad y grosería son empleadas por una profesora, como es el caso de la profesora Sanín, eso tiene unas consecuencias sociales. Admitámoslo, la vulgaridad argumentativa viene haciendo carrera en nuestro medio intelectual y creo que uno de  sus maestros más carismáticos es el antioqueño Fernando Vallejo, que llena auditorios con gentes que lo siguen como si necesitaran ser insultadas por el oficiante, en esa extraña fascinación de la muchedumbre por eso que el ensayista Pablo Montoya descubrió en Vallejo: la “cantaleta”. Porque mucho de lo que dice y escribe la profesora Sanín me recuerda la cantaleta del escritor Vallejo. Solo que, en el caso de Carolina Sanín, el precio que ha pagado es alto. Lo lamento por los estudiantes que no tendrá el próximo semestre en Los Andes. A lo mejor ella habría conseguido el milagro de rehabilitar a un miembro de los “Chompos” y ganarlo para su causa mesiánica.

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