Por Rodolfo Mendoza
I
Es la tarde de un viernes y tengo un cierto fastidio por todo. Duermo después de la comida y el sopor y el desgano no me dejan avanzar en ninguna lectura. No me atrevo a marcar ningún número telefónico y, mucho menos, aventurarme a una fila infinita, ni tolerar el olor a palomitas.
Salgo a caminar con dos libros pegados al cuerpo: El mundo bajo los párpados de Jacobo Siruela y El arte de perdurar de Hugo Hiriart. Ambos volúmenes me saltaron a las manos antes de pisar la calle. Los dos tan distintos y parecidos al mismo tiempo: uno trata de indagar el mundo de los sueños, el otro la trascendencia literaria, al final, un sueño también.
Llego a un café no solitario sino inexplorado. Las mesas perfectamente ordenadas, nadie en ellas. No hay comensales, existe cierta pulcritud de consultorio dental y tímidamente se escucha una música que no me dice nada, que no molesta. Me siento y me decido por hincarle primero el diente al libro de Hugo. Hiriart, a cientos de kilómetros de donde yo estaba, me saca de un marasmo que ya era abandono y, ¡oh terror de nuestros días!, aburrimiento.
Los primeros nombres que leo en El arte de perdurar me alegran y me devuelven a un estado de comodidad y seguridad: Reyes, Borges, Schowb, Diderot, Mann, Lucrecio…
“Hugo Hiriart o el arte de avivar una tarde”, pensé inmediatamente y quise llamarle en ese momento y darle las gracias como quien da gracias a Dios por la existencia de Scarlett Johanson o de Natalie Portman; pero no, me contuve, y me dije que ya bastante tiene un autor con escribir un libro como para que todavía aguante los desatinos de un lector inoportuno. Así que me dispuse por el silencio y empecé a garabatear algunas líneas en la camisa del libro; líneas que le quiero leer a Hugo.
II
Cuando me decidí por el silencio, me dije que hay cierto refinamiento en el silencio, como los silencios en la música: tan exactos, tan limpios, tan necesarios. Y lo pensé porque una de las palabras claves del libro de Hiriart es, precisamente, refinamiento. Refinado es su libro, elegante, curioso, natural, ligero, en el sentido angélico del término.
Ya es difícil encontrar autores refinados, que se acerquen, acaso, a la elegancia y a la exquisitez. Ya no se les aprecia su claridad, su espontaneidad. En el vestir, nos dice Hiriart por ejemplo, no se debe notar el trabajo o el esfuerzo, sino la naturalidad al ser elegantes. Pero a esos escritores ya poco se les aprecia y ya casi no se leen: ahí tenemos a nuestros Reyes, Torri, Martín Luis, Vasconcelos, Arreola, grandes y pulcras plumas que, por algunas de las razones que nos expone el autor de Galaor, no han pasado la barrera de la trascendencia como lo han hecho Borges o Joyce.
III
¿Es tal vez, y para decirlo en palabras de Hugo Hiriart, “la trompeta de la gloria literaria” el tema central de este libro? No precisamente. Me pasa que cuando un libro de veras entra río adentro de mí, cuando un libro me ha obligado gustosamente a leerlo dos o tres veces, me pasa que ya no sé de qué trata. Se me ha vuelto tan completo, me ha dicho tanto, me ha movido tantas cosas, me ha hecho apreciar su lenguaje y mi lengua, que ya es como mi casa. Me muevo en él, pero ya no soy consciente en cómo están dispuestos los muebles, a qué hora se cambiaron de jarrón esas flores, en qué momento se volvió el único lugar del mundo en el que quiero estar.
Así que, como San Agustín con el tiempo cuando dice: “¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; si quiero explicarlo a quien me lo pide, no lo sé”. Así que para que yo mismo lo sepa, cito a Hiriart que lo dice con mayor delicadeza a la que yo pudiera aspirar y lo dice refiriéndose al género ensayo: “No se trata de ligar cualquier cosa con cualquier cosa (aunque se podría), sino de ligar con el arte, es decir, con sorpresa y refinamiento. Se trata de engarzar un collar, pero de perlas raras, barrocas, en forma de pera como las piezas de Satie”.
¡Y qué collar nos ha engarzado Hugo Hiriart! Como en los libros verdaderos, en El arte de perdurar convergen las pasiones del hombre; al menos las pasiones de estos hombres que somos a través de las letras, la música, la pintura. Pero la pasión se mueve por los detalles: la pasión amorosa, por ejemplo, nos hace detenernos en ese lunar, en ese pliegue de la piel, en ese instante en donde una mirada acaba funda el mundo y pone el paraíso a nuestro alcance; la pasión musical, otro ejemplo, nos hace repetir una y otra vez una pieza o una canción, nos hace descubrir que el mundo se rige por sonidos y silencios y que, ya sea con Bach, The Beatles o Agustín Lara, nos damos cuenta de que no sólo no nos bañamos dos veces en el mismo río, sino que nosotros mismos somos el río que fluye constantemente y que no paramos hasta desembocar en el mar del tiempo. Hugo Hiriart o el arte del detalle.
IV
Otro, de entre decenas de temas que podríamos entresacar de este libro es la individualidad, uno más la novedad, y así podríamos seguir hasta llegar a lo que Hiriart llama Teoría general de la perduración literaria. Dice Hiriart: “Una ambición recorre, como columna dorsal, la historia humana: la de sobrevivir a nuestros breves y contados días. Perdurar, que al menos nuestro nombre y nuestros trabajos no mueran del todo”.
V
Creo en las palabras de Hiriart cuando dice ya en el segundo apartado del libro, el dedicado a la luz y la pintura: “Se pinta, en suma, viviendo en el cuadro”, y así se escribe y así se lee, y así se escucha música y se hace: viviendo en el libro, en la partitura o en el cuadro.
Dediqué buena parte de los días de octubre del año pasado a leer y releer Aurora de Jacobo Bohme, editado por aquella insustituible Alfaguara Clásicos. No sé qué entendí, pero sé que ese libro me llevó a tomar decisiones que antes para mí eran impensables. Y cuando leí por primera vez en la FIL de Guadalajara, ya en noviembre, El arte de perdurar que Hugo puso en mis manos con una dedicatoria inmerecida, me di cuenta que no había casualidad ahí, que algo entre el cosmos y la psique, para recordar a Richard Tarnas, se había reajustado.
En este segundo apartado, Hiriart recuerda aquel maravilloso Mundo y vida de grandes artistas de Paul Westheim, esos dos tomos que el FCE no ha reeditado desde hace más de dos décadas. Pues ahí Westheim recuerda al zapatero de Silesia y dice: “Por una súbita impresión comprendió que en este mundo todo se manifiesta sólo por su contraste: la luz por la oscuridad; lo bueno por lo malo, el sí por el no; Dios por el mundo; el amor de Dios por la ira de Dios. Y que, por lo tanto, todo ser no sólo consiste en los contrastes, sino también existe gracias a ellos, pues únicamente a ellos debe su existencia”.
Luego de eso Hiriart menciona el Tao que, como se sabe, anula los contrarios y dice: “Claro que esa anulación de contrario, como la certidumbre de Boehme de que el amor de Dios se expresa por su ira, parece inalcanzable y milagrosa. Pero podemos fantasear un poco, ¿cómo sería? Una manera podría ser congelar lo temporal y trasladarlo a términos espaciales. Mozart cuenta en una carta que un día oyó una nueva composición “toda al mismo tiempo”, en un solo trazo, como un dibujo o una escultura. Dios ve así tu vida, supongo, “toda al mismo tiempo”, y claro, en lo que capta así, ¿puede haber desdicha o felicidad?”.
Si me apego, como lo hago, a las palabras de Hugo Hiriart, sí, hay felicidad, la hay cuando abro por cualquier página, El arte de perdurar.
VI
Quien lea en estos días El arte de perdurar sabrá que hay una idea que Hiriart, sabio al fin, ya no se atreve siquiera a fantasear. Sabrá, ese lector y junto a Quevedo, que lo fugitivo permanece, y con sinceridad, humildad y confianza, reconocerá que el tiempo, naturalmente, pasa, pero mientras siga uno leyendo libros como éste, no importa, la felicidad del instante será eterna.
FOTOS: 1. Borges. 2. Alfonso Reyes en su biblioteca. 3. Borges en Sicilia. 3 Alfonso Reyes. Fuente: Google Imagenes.
El arte de perdurar, Hugo Hiriart, editorial Almadía (2011)
AUDIO: Hugo Hiriart en la presentación de El arte de perduar, exclusiva para Revista Corónica.