Juan Álvarez Castro
I
Hace calor. No es tan fuerte como el de Armero, mi pueblo, al que dejé de ir hace ya mucho tiempo. Camino pensando en sus solitarias calles castigadas por el inclemente sol de mediodía. Acceso de sed mientras bajo del segundo piso de la biblioteca central de Univalle en la sede de Meléndez. Busco solaz y refresco en el primer piso en la sala de música solitaria a esta hora mientras el encargado deja correr las notas del tercer concierto para piano y orquesta de Serguei Rachmaninoff. Acaba de comenzar el tercer movimiento son doce minutos intensos quinteados y de bemoles sin pausa. Al menos eso entiende mi oído mientras mis ojos se escapan a través del extenso ventanal de esta caja de vidrio donde me explayo mirando en los verdes cañaduzales que muchas veces nos han servido de refugio cuando la tropa acucia las continuas pedreas que se suceden al calor de la protesta estudiantil en plena carretera panamericana.Apenas finaliza el movimiento, emprendo mi marcha camino del edificio de ciencias, busco el aula 215 donde tengo clase acerca de la Ética de Baruch Spinoza dictada por Alfonso Rodríguez quien hace poco ha llegado de París donde asistió a los cursos de Michel Foucault, los mismos que darán paso a su libro póstumo sobre Los anormales compilado por sus estudiantes. Alfonso ha hecho una pausa para reescribir su tesis doctoral que se la guía Francoise Chatelet, sí, me digo, entrando al aula, el mismo autor del libro Hegel según Hegel que he comprado en la librería “Signos” y con el que me preparo para adentrarme en el mundo del autor de “La Fenomenología del Espíritu” suerte de “coco” para quienes vamos a entrar al sexto semestre. De golpe estoy en frente de mis once compañeros, ya quedamos pocos, los sobrevivientes de una masacre de notas e imposibilidades a las que sucumbieron los restantes cuarenta y tres estudiantes con los que iniciamos estudios tres años atrás.
Hernán Moyano y Germán Pérez insisten en que la clase se dicte afuera. ¿Dónde pretenden que sea?, pregunta Alfonso y al unísono respondemos: afuera, al lado del auditorio cinco, debajo de los árboles. No se dijo más y camino del lugar entre burlas y recordatorios del peripatetismo aristotélico nos acercamos a la caseta de gaseosas y nos aprovisionamos de agua, de gaseosa, de agüelulo. Alfonso inicia la clase desde el conato Spinoziano recalcando en los tres afectos fundamentales que según Spinoza son la alegría, la tristeza y el deseo, “el más auténtico es el deseo” insiste Alfonso.
Yo me voy diluyendo apaciguado por el fresco de la sombra de los árboles entendiendo a mi manera el deseo, discurriendo sobre sus efectos en la potencia de actuar del ser humano y en lo frágiles que somos cuando se nos explota ese deseo hecho carencia lo que nos torna en seres susceptibles, débiles y nos doblega la reflexión ética haciéndonos proclives a la cosmética y desfigurando el rigor estético. De pronto estoy bajo el árbol de manzanitas en el Instituto Armero tratando de leer “Las Tablas de la Ley “ de Thomas Mann, labor imposible ante el acoso de los compañeros de cuarto de bachillerato que animados por las frescas mañanas de la temporada de lluvias arrancan las matas de pasto cuyas raíces generosas de tierra lanzadas a alta velocidad hacen mella en mi cuerpo llenando mi cuello de tierra.
¡Qué fastidio! Cómo hacer para entender esta lúdica bárbara de mis compañeros. Las palabras tienen su espacio, su momento. Fastidio es el que siente el personaje de Ingrid Bergman en el barco mientras sigue el brazo del joven que le señala el volcán de Stromboli empeñado en vestir con sus fumarolas el paisaje de la isla. La discusión me saca de mis andanzas y mi fastidio. La filosofía, dicen en la discusión mis compañeros, se atiene al origen, la ética y la estética moldean al mundo desde la búsqueda de la felicidad. El volcán es horror y belleza a la vez, voy recordando la película de Roberto Rosellini, sobretodo los últimos ocho minutos de intensidad y diálogo entre la naturaleza tremolante y la mujer agobiada por los vapores emanados del cráter magnifico. Y luego está la actitud del filósofo Empédocles de Agrigento conmocionado ante el espíritu del volcán Etna. ¿Atribulado? No, rendido de admiración ante la profusa síntesis de vida y muerte, el origen hecho poesía viviente que lo deja sin alternativa y ante el cual se rinde definitivamente quitándose sus sandalias y dejándolas a un lado para luego lanzarse al fulgurante cráter y quizá sumarse a esa majestuosa expresión del ser de la vida.
¿Realidad o ensueño? En Spinoza el concepto de realidad y su comprensión es poder captar el todo bajo el dominio del orden de las ideas que coinciden con el orden del pensamiento que a su vez coincide con el orden de las cosas o de los objetos, la realidad es un conjunto donde el todo y las partes se hacen inseparables, creo que nos ha espetado Alfonso. Creo que he creído entenderle.
He vuelto a caminar a esta hora por la calle doce de Armero buscando mis días, tratando de resolver los vacíos de mi educación formal que ahora afloran sometiendo mi realidad y que días antes me habían golpeado de imposibilidad cuando trataba de escribir mi ensayo sobre el libro quinto de la Éthica del filósofo de Holanda, escribía sobre la libertad y mis palabras estaban determinadas por mi realidad adyacente y lejana. Armero se me salía cuando intentaba, a partir de la lectura de ese capítulo V, escribir el ensayo, todas mis ideas, y tenía que partir de ellas pues se habían forjado en ese Armero de mis días lejanos, no podía aislarme, no podía considerar las ideas de mi ensayo de manera aislada, pero cuando afrontaba la escritura la sensación de modernidad agroindustrial que había padecido alimentaba la voz de mi ensayo que de nuevo era reprimido por la secular confesional enseñanza de mis días de colegio. ¡Claro!, pensé, mientras se diluía la clase. ¿Qué engendro de ensayo me va a resultar si con mucho la educación iniciática de mis primeros días de estudiante sembraron en mí la dualidad casi esquizoide, de una formación premoderna, mientras habitaba en una ciudad agroindustrial; es decir: una realidad establecida sobre una razón moderna?
Mis límites armerunos me dieron la forma de la dualidad, ser fragmentado entre esa dualidad que debía entender y escribir que el conocimiento de la determinación de las cosas es lo que proporciona paradójicamente la libertad humana. Esto quería decir que hay un determinismo que debe ser entendido y aceptado por el ser humano, que ello es “La regla de juego fundamental”, es decir, no hay libre albedrío, porque todo ya está determinado.
Me quedé enredado entre los árboles, el grueso grupo de los once iba discutiendo con Alfonso sobre la película Stromboli. Yo pensaba que si había determinismo con mucho estaba determinado por mi vida en Armero. Pero, ¿cuánta racionalidad política había en Armero?
Mis primeros recuerdos me hablaban, otra vez, de una sociedad armeruna clientelizada, atravesada por el espíritu doblemoralesco del Frente Nacional y de los límites reales de un permanente Estado de Sitio al tenor del cual crecimos. ¿En nuestro Armero se nos protegía de la injusticia? ¿Se enseñaba en los colegios como solicitaba Spinoza, bajo los dictados de la razón? ¿Éramos tolerantes? (Como llama la atención Spinoza que debe ser). ¿Éramos en verdad tolerantes? (Porque la tolerancia es el elemento fundamental garantizador de la Libertad).
Seguía bajo los árboles, ahora solitario, pensando en cuál era la clase de hombre que había forjado en mí la educación armeruna. Debía considerarme como hombre tal cual aconsejaba Spinoza, debía considerarme de manera realista, es decir tal como era en el ahora y no como pensaba que debía ser, junto a mis días de estudiante premoderno en Armero ahora tronaban en mí las palabras del filósofo de la libertad: “todo lo que es, en cuanto es, intenta perseverar en su existencia”.
En verdad era yo y mi instinto de conservación. Solo en medio de las sombras que anunciaban la noche pensaba en Armero y lo que de allí había heredado en mi formación inicial.
¿Qué conceptos de ley, moral y derecho habían hecho carrera en mi vida? El asunto no era menor. Toda sociedad, todo estado, fundan su existencia en esos conceptos; entonces: ¿cuáles eran los límites de mi accionar aprendidos en Armero? ¿En verdad había aprendido lo que era ceder derechos a favor del estado? Mi problema con mucho no era Dios. Era el de si había aprendido a ser miembro de una nación y del estado que la conforma, yo había crecido en una comunidad, la armeruna, era una comunidad a su manera protectora y había gozado de muchos bienes individuales y comunes pero no dejaba de sentir, y más en esta tarde que ya era noche, que había padecido una vida dual que educativamente me escindía de una realidad exigente que por no hallar respuesta a su exigencia iba abandonando el modelo de progreso y se estancaba dejando viva una temporalidad productiva que apenas daba lugar a una relación amancebada y sin mayores requerimientos con el comercio local.
II
Dos años después, o algo menos, quizá, estoy en el octavo piso de la clínica Rafael Uribe de Cali. Ahí en la avenida Vásquez Cobo, estoy asomado al balcón. La gente es pequeña abajo, deambulan como hormigas en su afán personal, por el puente que conecta la Vásquez con la estación del tren y el subterráneo de la terminal de transportes. Veo venir minúsculos seres que sin duda se detendrán a la puerta de la clínica buscando frutas para llevárselas a sus parientes o amigos enfermos. Estoy solo bajo la amenaza de ser dado de alta a la fuerza pues el rumor es que se necesitan camas para los sobrevivientes de la catástrofe de Armero. La brisa de la tarde me refresca. Armero hundido en el lodo, en el barro ardiente, sumergido en la espiral triunfante de un cráter que tomó dividendos desde su pasado, desde ese ser tutor capaz de dar agua suficiente para calmar la sed humana y la sed de la tierra tan promisoria como la del agro de Armero. De repente me vuelve la memoria de Stromboli en la tarde de clase bajo los árboles, Spinoza y las formas del deseo, la ética y la estética. No puedo dejar de comparar. Empédocles lanzándose a la boca del Etna es un poema terrible. No puedo dejar de comparar a Ingrid Bergman dialogando con el Stromboli entre vapores tóxicos y la gente de Armero tomada de sorpresa por la avalancha.
El viento de la tarde refresca mi cara mientras recuerdo los postulados de Emmanuel Kant para quien hay diferencia entre el placer estético y el placer sublime (contemplar un jardín de rosas, una pintura, por ejemplo, es el placer estético). El placer sublime es contemplar de frente un río desbocado o la causa de ese desbocamiento, la tormenta, y es este tipo de placer el que conlleva el poner en riesgo la vida, este placer es el que pinta Roberto Rosellini en Stromboli sobretodo en esos últimos ocho minutos de la cinta cuando la Bergman en un acto sublime discute con sus palabras y le pregunta al volcán mientras éste a su manera le responde con emanaciones de gas tóxico (que hacen sucumbir a la mujer hasta que la rinde para luego dejarse dominar por la brisa que disipa los gases lo suficiente para que ella recupere su aliento y tenga el ánimo suficiente para levantarse de la arena tibia y dominada majestuosamente por el volcán pero erguida, ella que es esposa de un pescador huyendo de la inminencia de los campos de concentración de la segunda gran guerra).
Un acto sublime, pienso en esta semana de catástrofe, fue por lo horroroso el suceso de Armero: el cráter Arenas del volcán nevado del Ruiz no dio tregua. Nadie que la haya padecido y hubiese sobrevivido, pudo rebasar el horror. La sublime forma de la Bergman clamando a Dios frente a la boca del Stromboli no podía ser en Armero, quizá de la mano de Dios se había vivido de espaldas a las antiguas tragedias de la población. De nada valió la razón agroindustrial que se supone debía definir a los moradores de la llamada “Ciudad Blanca”. Pudo más la forma de lo premoderno que dejó a la voluntad de Dios lo que pudiera ocurrir. Nunca llegó a la razón del armeruno la forma de la memoria histórica, pues ésta parece haber quedado estancada en una suerte de inmovilidad, de lo que fue y ya no dejaría de ser, en 1985.
Pensaba yo en este octavo piso, que la pasividad elemental del calentano anémico de la que hablaba el varias veces ministro de estado y lingüista Luis López de Mesa en los primeros veinte años del siglo XX, había hecho mella en la condición y la convicción de este calentano norteño tolimense. No había poética posible a menos la que fuera y contiene la magnificencia del poder arrasador de la naturaleza pero en mi criterio. Allí, en la clínica como espacio propicio para la reflexión acerca de la voluble condición humana, se me hizo evidente la forma naciente de Armero, la ciudad blanca, industrial y agrícola pero desmembrada de sus entornos y con mucho de su responsabilidad social que debía responder a los retos progresistas propios de esa sociedad floreciente.
Sí, en Armero se hizo palpable la mezcla de la sangre fresca europea capaz de motivar y poner en marcha el potencial socio-económico que el debilucho y anémico calentano, propenso al ocio “desalentador” no había sido capaz de poner a funcionar. Los colombianos hemos sido susceptibles a depender de lo que digan los otros de nosotros y, si el beneplácito proviene del extranjero, tanta más razón para hacer las cosas. En este sentido los ideólogos del poder establecido nunca pudieron quitarse de encima el concepto de la conquista y colonia española de que “por naturaleza” existen plenamente razas superiores con derecho natural para sojuzgar a las razas inferiores. Esta es la base que sustenta a comienzos del siglo XX la idea de la sangre pura capaz de limpiar sangres débiles y enfermas. Es la relevancia de lo blanco impuesto con base en un discurso de poder racial y de una fuerte procedencia biológica. No hay que escarbar mucho en nuestra historia para hallar el dominio de las clases o castas poderosas manifiesto en lo político y en lo militar aceptado y asumido por las gentes que veían en el criollo y en el nativo español un detentador natural y divino con derecho pleno al poder. Sin más, este tipo de poder se consolidó en el país, el señor en el gobierno, el señor de las fincas, casta, pureza de sangre, blancos virtuosos ayudando con su mezcla a mejorar esa raza inferior perezosa, anémica y por ende llena de todos los vicios, los más deleznables. Lo anterior se sustenta y se reafirma en la idea propia de 1700 que también establece definiciones similares a las de la raza en el territorio, entonces la geografía se vuelve importante. Desde esa época Armero comienza a ser visto en su vital interés geográfico pues la corona española traza su marco geopolítico midiendo y conociendo los territorios bajo su dominio, de aquella época es la cartografía donde se determinan la población, los recursos naturales.
El cambio de rumbo epistemológico en occidente, el acaecer de la historia como instrumento de análisis, nos sorprende aceptando la idea de que las características físicas y morales, también las características culturales de los pobladores del país son en efecto características con que se ha dotado al ser humano, pero ahora hay que tener en cuenta el espacio geográfico y el entorno natural donde cada quien habite. Lombroso hace carrera con sus tipos criminales basados en el fenotipo donde sale mal librado el mestizo: un pensamiento que ya había alimentado el prócer de la independencia, el criollo payanés Francisco José de Caldas. No hay que hurgar mucho para tropezar con su pensamiento. Él afirmaba que “existían razas intelectual y moralmente inmaduras, explicadas por su característica física, por el tamaño del cerebro, la cara, etc”, todo esto alimentado y ayudado a formar por la característica geográfica propia del lugar en que solían habitar los compatriotas del prócer. Francisco José de Caldas sostiene que la raza negra proviene de climas extremadamente cálidos y que la mayoría posee un cráneo pequeño, hecho por el cual es inferior al de raza blanca y proclive más al vicio que a la virtud. Entonces, para el sabio Caldas, es el blanco quien por provenir de una biología excelsa, de geografías privilegiadas está llamado a ejercer “El imperio sobre la tierra”. Es célebre el estudio que sobre las gentes de la Nueva Granada hizo el sabio y que le permitió “demostrar” la liviandad espiritual y moral del mestizo. No abundó en más estudios pero para el sabio Caldas de nada le sirve al gobierno que trate de implementar programas de educación para los negros en las costas, pues para él las condiciones geográficas y fisiológicas son un lastre en la capacidad de aprender del negro.
Mientras aquella tarde de estudio del Conatus en Spinoza yo me sentía incómodo por no hallar a mano los instrumentos de una educación menos confesional para entender este tipo de racionalidad proveniente del siglo XVI europeo, ahora en la clínica sumando mis días entendía mi malestar y lo propio de mi formación rendida a una historia sujeta al discurso de la limpieza de sangre, a la idea de una superioridad racial y sustentada por las formas del determinismo geográfico. No podía ser de otra manera al tenor de la Carta constitucional de 1886. Nuestra sociedad se construyó con base en proyectos de “buena procedencia”, suerte de eugenesia de profundas raíces colonialistas que escritas o latentes comenzaron a pesar sobre nuestro criterio de posibilidad de construcción colectiva. Y lo peor de todo que ese racismo se vistió de una pretendida cientificidad muy propia de hace cien años, los primeros veinte años del siglo XX, cuya base “científica” tenía como objetivo el mejoramiento de la población y prevenir la propagación de los menos aptos.
Sin lugar a dudas, además de la colonización antioqueña, este es el modelo de progreso y convivencia social sobre el cual se construye la vida económica y social de los centros de producción agrícola e industrial de la naciente municipalidad colombiana. A mi lenguaje de estudiante de primaria y bachillerato no era difícil vincular palabras como “bruto”, “bárbaro”, “indio”, “salvaje”, lenguaje muy propio del imaginario europeo que traspoló la figura del antiguo mundo europeo. Son los españoles, por ejemplo, quienes vinculan a nuestro léxico adjetivos para calificar a nuestro indios como: idolatras, caníbales, brujos y tratantes con fuerzas malignas.
El siglo XX, más exactamente el día de la raza, doce de octubre de 1920, nos señala la preocupación de los académicos que ven problemas en la raza colombiana. En un libro de título Los Problemas de la Raza en Colombia don Luis López de Mesa compila textos de pensadores colombianos entre los que destaca el médico Jímenez López partidario del control de lo que él llamaba los excesos y pasiones de la raza colombiana. Ese control debía tener como finalidad ciudadanos útiles, este es el alimento de la eugenesia que busca mejorar la población y sobretodo prevenir las propagación de los menos aptos. Entonces se pone de moda la herencia biológica para explicar el atraso del país, la tendencia al crimen de las gentes y lo propenso del colombiano a ser afectado por la locura y todo tipo de enfermedad. El médico Jiménez López no dudó en sostener que la población colombiana se estaba degenerando por el medio ambiente maligno del trópico y por la heredad de vicios y deterioro propio de nuestros antepasados. A este concepto no se sumaron, por fortuna, otros intelectuales quienes atacaron a Jiménez López considerando que los males eran de falta de educación y mala salud. Aunque se mantuvo la causa médica como la explicación a la pobreza de espíritu y a la debilidad anémica de los calentanos. Pero el literato, ministro de educación y de relaciones exteriores Luis López de Mesa aunque estuvo en desacuerdo con el médico Jiménez López, terminó por aceptar el determinismo biológico y el determinismo geográfico. Para él sí hay razas y climas donde el degeneramiento es posible. Para él se degeneran las razas en climas como los del Tolima grande y en las costas, sobretodo la costa pacífica. Sin embargo para López de Mesa la raza de gran vitalidad en Colombia la representa el empuje del pueblo antioqueño que para él son personas aptas y capaces de impulsar y gobernar al país. Entonces para López de Mesa en regiones por debajo de los 1500 metros por debajo del nivel del mar se hacía necesario impulsar la llegada de inmigrantes, en especial alemanes con el fin de que contribuyeran al fortalecimiento de la raza. Así, al aplicar esta opción política, se impulsaría la productividad de la población racialmente más apta asegurando un brillante futuro para el país. Al respecto dice:
“El capital extranjero va llegando, y va llegando nueva sangre de inmigración, sobretodo alemana, cuyas virtudes domésticas darían entre nosotros óptimos frutos de selección” (Luis López de Mesa, Libro citado, pág 36, edición de 1920).
Me pregunto: ¿Armero no estaba a más de 400 metros sobre el nivel del mar y comenzaba a ser mirado bajo la égida de un espacio propicio para la producción y el desarrollo agroindustrial? Un vestigio de esto es el centro de producción de arroz, el descascare de este, el algodón y las plantas de desmote y el uso de la semilla para fabricar aceite, el cultivo de millo y la producción de maní, hechos de los cuales nos enorgullecemos. ¿No fue Armero centro de asiento de cuatro grandes extensiones dos de ellas en manos de alemanes?
Las extensiones más recordadas son las haciendas Dormilón, El Triunfo, ,El Puente y Pindal. Allí florecieron alemanes como Rodolfo Halblau fallecido en los años setenta, Henry Vaughn, los franceses de las plantas agrícolas y Don Julio Rebolledo. Ellos son extensión de las ideas de los intelectuales de principios del siglo XX, y propiciaron la gran despensa agrícola del Tolima que llegó a amenzar la capitalía de Ibagué. Ellos alimentaron y refrescaron no sólo la sangre sino el ánimo desfalleciente y palúdico del tolimense y abrieron espacio para que extensiones menores de tierra en derredor de las suyas fueran explotadas por quienes se asentaron a lo largo de la calle doce en sus casa quintas desde la 24 hasta la 16. A su lado florecieron los Boschell y un Belga que se estableció en la doce, arriba al lado de la casa quinta de los Hernández propietarios de la papelería Estrella, el Belga papá de la mona ojiazul llamada Michell establecido en la doce con 26 allá en el destapado camino del Lagunilla. Estas gentes que, a propósito de la ideología de ministros de estado como López de Mesa, florecieron e hicieron florecer la prosperidad de Armero, hecho claro y definible en la extensión feudal de tierras, las suyas, rodeadas por otras de menor extensión pero no menos valiosas de gente local o paisa como ángel Martínez o Víctor Martínez, o el Doctor Perico boyacense hermano del representante a la cámara Jorge Perico Cárdenas; estos propietarios cuyos territorios eran rodeados por los aparceros pequeños como Elberth Cabezas, los Triana y muchos más que contribuyeron al desarrollo de Armero. ¿Qué clase de desarrollo, qué tan uniforme y sólido? ¿Fue nuestra educación consonante con ese polo de desarrollo que hasta mediados de los setenta era Armero? ¿Soporta un análisis paralelo al desarrollo del agro y la industria comparado con la educación, el empleo y la cultura de la ciudad? ¿O nos quedamos atados al modelo de la constitución de 1886, confesionales, y maniatados por el modelo de Estado de Sitio permanente en el que crecimos? Excepciones hay.
Hubo estudiantes, individualidades por demás, brillantes pero golondrinas solitarias en el contexto de un Armero que de seguro a ojos de muchos se parecían al Celio perezoso del cuento que ve venir la serpiente y pregunta qué antídoto será bueno para la mordedura. Dejo aquí esta reflexión como inicio de mis textos que son mi memorias del Armero en que crecí. Creo haber hecho un trabajo honesto aquí porque es el deber de quien hace memoria percutir en esta forma del ser, nuestro ser, para hallar nuestra verdadera memoria y el lugar en el contexto sociopolitico y cultural del país colombiano.
Por ahora de Armero me queda la idea de un centro de progreso animado por la concepción de raza y bondad de raza enquistada en el poder colombiano. Un progreso centrado en infraestructuras modernas pero gobernadas con concepto feudal y una educación confesional, especie de rizoma, donde a veces nos era dado escaparnos e intuir algo de modernidad.
Armero aparece a mis ojos como apareció aquellas dos tardes en Univalle en clase peripatética y luego en el octavo piso de una clínica donde apaciguaban mi diagnóstico quitándole severidad para darle paso a mis paisanos sobrevivientes de la avalancha. Esas dos tardes donde palpé el ser moderno de Armero en medio de un irreparable nacional ancestro político y cultural premoderno.
Este ensayo es un llamado al pensar y al conocer, actitud escasa en los "ensayistas" que pretenden pensar el país sin pasar por el purgatorio de la geografía como lo decía Rojas Herazo. A.M.
ResponderEliminarJuan, un saludo donde estés. Me ha gustado tu escrito, hecho de olores y recuerdos. Un abrazo, hermano
ResponderEliminarGenerosa tu palabra Alfonso, tú que haces parte de esos recuerdos y colores.....
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