Por Alejandro Carpio
La literatura estadounidense es pródiga en pequeñas obras de arte que de ser publicadas en otros lares se apreciarían como clásicos internacionales. James M. Cain, autor de varios luceros de la literatura detectivesca (género que, por alguna razón, las editoriales mentirosas y los académicos desorientados insisten en describir como “menospreciado” aún al día de hoy) publicó The Postman Always Rings Twice en 1934, uno de tantos milagros mínimos de las letras gringas. Ese mismo año, Pirandello recibe el Nobel y a Hitler se le concede el título de Führer.
Las palabras de Cain (junto con las de Hammet y Chandler, la santísima trinidad hard boiled) se transmutaron en celulosa portentosamente. Le Dernier Tournant, difícil de conseguir hoy, es de 1939 y ostenta el honor de ser la primera adaptación de la novela de Cain. El año de estreno coincide con la invasión de Polonia y su director, judío de Francia, tuvo que exiliarse luego de que los nazi pisaran suelo francés. Más protagonismo en la historia del cine supuso el rodaje de Ossessione, la primera película de Luchino Visconti. Esta es de 1943 y fue censurada por los fascistas italianos: en esto, el tema adúltero quizás pesó menos que el feísmo con que se retrata la Italia de Il Duce. Hay dos versiones más de la película, ambas hollywoodenses: la de 1946, un film noir como Dios manda (hay quien dice que el diablo debe tener la última palabra al filmar noirs, por lo que esto no debe entenderse como un halago fatal) y la de 1981, un neo noir que nadie necesitaba, pero que funciona asimismo.
Atender la primera escena de las cuatro versiones me pareció un ejercicio interesante. Como habrá pasado siempre con cualquier adaptación o traslación o rediseño textual, quien regurgita, crea.
La novela de Cain empieza de la siguiente manera: a Frank Chambers lo sacan de un camión (truck, mis hermanos hispanohablantes) y luego le ofrecen un cigarrillo. Camina hasta la taberna Twin Oaks, en medio de una autopista californiana. Se asoma The Greek, el dueño del establecimiento (que también da servicio automovilístico) y Frank intenta tomarle el pelo: le dice que anda con un hombre en un Cadillac y que ese hombre tiene su dinero. The Greek le ofrece comida y Frank piensa haberlo engañado, pero The Greek quiere algo a cambio: contratarlo para que trabaje en su establecimiento. Frank no parece convencido hasta que ve a Cora, la esposa de The Greek. Ella sale de la cocina; no es linda de cara, pero tiene una silueta delirante (raving). Frank confiesa que inmediatamente sintió deseos de estrujarle los labios (en inglés, la expresión indica más violencia: mash them in). Cora sale hacia la cocina y Frank acepta el trabajo, por supuesto. En el próximo capítulo, Frank y Cora hablan: ella le aclara con enfado que no es griega como su marido, sino natural de Iowa. Frank la observa mientras ella cocina y nos confiesa: “I was so close I could smell her”. Lo repite luego, un poco más abajo.
Cada versión fílmica toma lo que le place y cambia según le parece. Intento describir con palabras las imágenes que el lector encontrará en internet, de querer buscarlas. Quiero considerar las variaciones de los movimientos de los personajes que proponen las cuatro películas.
Le Dernier Tournant aparenta ser ante todo un ejercicio visual. La película abre más o menos así: mientras Frank Maurice (así se llama en esta película) picotea un plato de comida, discute con un Nick Marino ultranasal, posible cruce de Porky Pig y Mickey Rooney, la posibilidad de trabajar para él. Ambos llevan sombrero y beben vino. Sin gracia ni gloria, aburrida hasta lo imposible, entra una Cora delgada, alta, dura, con facciones de avispa, fumando el cigarrillo más deslucido de la historia del cine. Frank se vira lentamente y ambos cruzan miradas. Nuestro héroe parece convencido, por lo que acepta trabajar para Nick, poniendo cara de interesante, ceja levantada y todo, con ese aire de Inspector Gadget que solo un francés ultraserio puede poner. Cora sube unas escaleras espectaculares, pintadas con las sombras angulosas de los impresionistas alemanes, y entra a una recámara. Ahí, la dama viste una cama; entra Frank y pregunta: “je peux vous aider?”. Parece que no. Cora sale del cuarto con la misma gloria con que entró Frank: o sea, con ninguna. La escena cautiva, a pesar del fastidio con que los actores franceses de la época interpretan sus personajes, por la composición visual, colmada de claroscuros, círculos y navajazos de negrura.
Comparada con las versiones estadounidenses, la trama y acciones de Le Dernier Tournant carecen de alma. Aquí pesa, sobre todo, el estilo de actuación, carente de expresividad (tiene que ver con Francia, pero también con la década). Murder is a messy subject, parecería ser la conclusión de la novela de Cain, idea que reaparece en ambas adaptaciones fílmicas gringas, pero no aquí. Actores aparte, sin embargo, la fotografía de la película francesa, pródiga en tenebrosidad y densidad, sirve como escuela cinematográfica: así, es evidente, debe retratarse un noir.
Ossessione, recordada como prototipo del neorrealismo italiano, comienza con Gino (como se dice “Frank” en la lengua de Visconti) durmiendo en la parte de atrás de un camión. Bragana (The Greek) se une a los conductores del vehículo para regañar al polizón, cuya cara no vemos todavía. Crane long shot en el que vemos a Gino dirigirse, sin que nadie lo note, hacia la trattoria. Se rasca los bolsillos: ¿acaso hay algo chaplinesco en su ropa, su figura? Entra a la trattoria y unos perros se le acercan a lamerlo: ¿acaso hay algo lazarino en su ropa, su figura? Gino toca la barra, e incontinenti escucha una voz y sabemos que se trata de Giovanna (Cora), que canta. Gino, a quien aún vemos de espalda, se acerca a la puerta de la cocina. Vemos unas piernas femeninas semiabiertas y un rostro elegante y triste: es ella. Reverse angle y un dolly in hacia Gino. Por fin lo vemos y parece un modelo de Calvin Klein. Fin de la analogía con Chaplin: el tipo es hermoso. Gino entra jugando con una moneda, coquetería crematística con un significado que trascenderá la escena. Comunica su hambre y anuncia que pagará por la comida; Giovanna se resiste y lo regaña: no debe tocar las ollas y ella es una mujer casada. “Aspettami nella sala”, parece que dice, aunque cuando se vire y lo vea en mangas de camisa se le escape de la boca: “Hai la spalla come un caballo”, que el subtítulo inglés traduce píamente como: “You have fine shoulders”. Mientras Gino come, entra el marido regañando y quejándose. Resulta que es un haragán y un maltratante y acusa a Gino de pillo y lo manda largar. Estamos, ojo, ante lo opuesto de lo que pasa en la novela de Cain. Gino paga, Giovanna se embolsica las monedas y luego miente diciendo que el visitante no le ha pagado. Bragana sale a reclamarle a Gino, no sin antes amonestar a su esposa por el uso de pintauñas.
Bastan solo dos sustituciones (hay muchas más, por supuesto) para que Visconti se apropie inmisericordemente de la trama de Cain. El que Giovanna robe las monedas y su marido la maltrate justifican, aunque someramente, su crimen. En la novela, The Greek es ridículamente querendón; su asesinato no tiene defensa alguna. Bragana, en cambio, se nos presenta como un fanfarrón antipático y Giovanna, como una mujer desamparada, víctima del vilipendio y la pobreza. He aquí los tonos de la paleta cuasimarxista del joven Visconti. De otra parte, el crimen en Ossessione no fue producto de la confección cuidadosa, sino del impulso. Hay, de hecho, solo un intento de asesinato, exitoso. Esto obliga a los cineastas a cambiar el título de la película, ya que no hay un twice que respetar, y transforma a la fría Cora en una empobrecida y arrebatada Giovanna. En la novela gringa, el cartero toca dos veces porque los asesinos se escapan de la primera investigación, pero también la víctima se escapa del primer intento de asesinato, aunque no del segundo. El título Ossessione entraña un crimen arrebatado, tanto la excusa de los personajes como una disculpa de parte de Visconti, quien reescribió la historia de Cain. Otras sustituciones incluyen al personaje de L’Espagnolo, excusa de Visconti para dar un giro posiblemente humanístico, posiblemente homosexual, al empobrecimiento moral y físico de Gino.
Casi nadie se arriesga a afirmar que la versión de 1946 (ya la Segunda Guerra Mundial ha culminado) no es la mejor y no me cuento entre estos aventurados. Poco importa que Tay Garnett, su director, haya decidido modificar las acciones de los personajes si supo mantener el ambiente torcido y arquetípico de la novela de Cain. La película abre con una imagen que traiciona el texto: Frank se baja de un carro que le pertenece al fiscal de distrito, con quien ha conversado acerca de su wanderlust. Repite su convicción delante de The Greek (que aquí es un gordito anglosajón, no griego): “My feet keep itching to go places”. A diferencia de lo que sucede en la novela, Frank no engaña a The Greek con la línea del Cadillac, sino que recibe una invitación a comer. Esto tiene la función de recalcar la generosidad de The Greek. Ya dentro del establecimiento, The Greek pone una hamburguesa en la parrilla y sale a atender a un cliente. De repente, escuchamos el sonido de algo que rueda por el piso y vemos la reacción de Frank. Su mirada corre por el suelo, salpicado con las sombras de la ventana, y se topa con unas piernas. Muslos insostenibles y shorts blancos. Frank sujeta el pintalabios recogido y el diálogo procede así: “You dropped this?”, seguido de “Mhm. Thanks”, con mano femenina extendida. Frank se planta en la barra y extiende la mano: no se va a mover. Ambos cruzan miradas. ¿Cómo se atreve? ¡Por Dios, si es Lana Turner, cómo se atreve! Ella pierde, camina y le arrebata su pintalabios. Se gira. Piernas, de nuevo. Nalgas de cantante pop de 2016. Se maquilla, apuñala a Fran con una mirada rencorosa y cierra la puerta. ¿Y la hamburguesa? Carbonizada, como terminará el malhadado gato que merodeó por la caja de fusibles; como terminará el letrero de Help Wanted; como terminará él. Frank se queda sin comer, por el momento.
Si la versión francesa actúa como una excusa para pintar el marco fílmico con curvas evolucionadas o transferidas de la estética impresionista y la versión italiana aspira (exitosamente) a desgastar el imaginario triunfalista del fascismo, la película de Garnett se sumerge en una fantasía aparatosa de mujeres nefastas, crímenes pausados y continuados y una justicia poética sobrenatural. Las tres, a su manera, responden a cómo la Guerra afectó a Francia, Italia y Estados Unidos. En este último, ha vencido la fantasía y el espectáculo, pero también el desencanto. Un judío francés invade una historia americana con imágenes alemanas, y terminará huyendo hacia América porque es judío y Francia ha sido invadida por alemanes. El director italiano recrea la realidad de su tierra mediante fantasías estadounidenses. El estadounidense proyecta los temas de una (de tantas) mitología gringa sirviéndose de un estilo visual heredero de alemanes, franceses, italianos, judíos y un largo etcétera.
La versión de 1946 debió ser la definitiva. Corte a 1981, las cejas recias de Jack Nicholson y los dientes apetitosos de Jessica Lange. En su pirandeliana búsqueda de director, los personajes de la novela de Cain han reencarnado en dos actores incapaces de comunicarlos. Nicholson, a diferencia de John Garfield, tiene demasiada personalidad como para encarnar al everyman/hobo/sucker que representa Frank Chambers. Lange rebosa nostalgia, maternidad e indecisión: características contrapuestas a las de una femme fatale. Con todo, en el film hay una química maravillosa y un montaje devoto a la manera en que imaginamos los cuarenta.
Es de noche y un hombre camina con un cigarrillo encendido. Oímos música misteriosa. Un carro lo recoge. Al día siguiente, el hombre que recogió a Frank llena las gomas (llantas, mis hermanos hispanohablantes) del carro y tiene una prisa increíble e inexplicada. Frank lo invita a un café y ambos hombres entran en el establecimiento, pero justo antes les cruza un gato por enfrente. El gato malhadado que luego morirá frito. Frank pide desayuno, va al baño y enciende un cigarrillo. El hombre de la prisa ridícula se va y Frank sale y pretende que el hombre se ha llevado su cartera. ¿Por qué esta variación al truco del Cadillac? ¿Qué gana la película con esta variación? The Greek entra a la cocina y habla con su esposa, corpulenta, alta. Cuando sale, le ofrece trabajo a Frank, quien columbra a Cora a través de una ventana. Frank enciende un cigarrillo, rechaza la oferta de empleo y sale. Más tarde, en la calle, un carro se detiene para recogerlo; pausa, Frank reflexiona y vuelve al establecimiento de The Greek.
De seguro habla mal de mi imaginación, pero realmente no comprendo la razón de estos cambios. ¿Por qué la escena con el hombre apresurado? ¿Por qué rechazar el trabajo, alejarse, para luego acceder a trabajar para The Greek? Me aventuraría a proponer que estos cambios tienen la única función de postergar el contacto sexual entre Frank y Cora, centro temático (y posible razón de ser) de la película. Esta, sin embargo, es la única versión que deja a The Greek como The Greek. En las dos versiones europeas, el tema de los inmigrantes hubiese supuesto una distracción y la película estadounidense de 1946 no se iba a arriesgar a revolcar el polvero racial. La versión de 1981 no le tiene miedo al polvo.
Vincent Canby, respetado crítico de cine del New York Times, sostuvo que la versión de Nicholson fue más explícita sexualmente que el libro y que el libreto de David Mamet logró ser más fiel a la novela que la versión de 1946. Vincent Canby era, si fuésemos a juzgarlo por estas declaraciones, un insensato (no se trata de la única insensatez presente en su reseña de la versión de Nicholson). Cuando menos, olvidó las escenas sadomasoquistas de la novela (golpes, moretones y sangre), ausentes en la pudorosa versión de 1981, y se dejó llevar por la mano masculina que jugó encima de la ropa interior de Jessica Lange, menguado sustituto de la violencia sexual del texto de Cain. Con respecto a alabar el guion de Mamet, de seguro Canby intentó perpetuar el enamoriscamiento que la crítica sintió por Mamet en los setenta y que hoy equivale a decir nada.
La versión de 1981 intenta ser fiel a la novela, pero no consigue serlo. La “catarata de manos” no basta a prestarle lealtad al texto, lo cual está bien: la historia de Cain trata sobre una infidelidad, a fin de cuentas. Nicholson, como dije arriba, destila demasiada presencia escénica como para representar al pobre diablo Frank Chambers. La Cora de Lange no expresa la maldad de Lana Turner, pero tampoco la esperanza estúpida y adolescente de Clara Calamai (la heroína viscontiana). Y el final es decididamente anticlimático. Esto no equivale a decir que la de 1981 sea inferior a las otras versiones. Estamos aquí ante un ejercicio de nostalgia y un intento de resurrección, bautizados con erotismo explícito, pero dócil. Y funciona, a su manera.
El cartero cinemático tocó al menos cuatro veces en la puerta de Cain. Las reencarnaciones son siempre reformulaciones y cada una expresa su situación. No tengo que recurrir a reseñar las reapariciones de Fausto, Arturo, y Don Juan (infinitamente más poderosos que Frank y Cora) para recordar que algunas de las mejores creaciones artísticas no son sino recreaciones. Borges postuló lo siguiente: “La literatura no es agotable, por la suficiente y simple razón de que un solo libro no lo es. El libro no es un ente incomunicado: es una relación, es un eje de innumerables relaciones”. El argentino se refería a que cada libro se transforma con cada lectura y es otro y otro y otro. Adaptar un libro a una película reduplica estas transformaciones de manera extraordinaria y quizás atroz.
Los platónicos (sigo con Borges) desfavorecían el arte por una sabida razón: Dios crea la idea de la mesa, de cuya copia es la mesa material (perecedera e imperfecta). El artista que pinta la mesa (con palabras o pintura o mármol) labra la copia de una copia, lo que encarna a una doble falsificación. ¿Qué habremos de decir de los cineastas que adaptan un libro al cine sino que son triplemente falsarios? Apelo a Pirandello: en su constante pero variada transmigración por páginas y celulosa, Cora y Frank estarán destinados a morderse, golpearse y tramar asesinatos mil veces, o mil veces mil veces mil, según se encaprichen los carteros que hacen arte o lo disfrutan, como si la multiplicación fuese su vocación más sagrada.
Buen recorrido por la historia de un clásico americano de la novela negra. ¡Bravo!
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