Angel Escobar: Al lanzarse a la nada, comienza a vivir...

Angel Escobar


Hace 20 años un hombre decidió sentarse en el borde y dejarse caer. Dejó de aferrarse y se lanzó. Se dio cuenta de que nada tenía sentido, o que, quizás, solo la nada tenía sentido. Se sentó y miró hacia ese infinito que lo atormentó, que buscó, que luchó por entender, y se arrojó hacia él. Fue el último y más definitivo viaje hacia el entendimiento. Fue visceral, como lo fue su obra, real y terrible como sus letras. Traumado y definitorio.
Escobar venció, sus letras vencieron, su poesía ganó, le ganó a él, al hombre. Su poesía logró entender lo que pocos consiguen siquiera vislumbrar. Y se hizo terrible por eso. Se hizo terrible para el hombre, se hace terrible muchas veces para nosotros que nos asomamos a ella. Hace 20 años dijo basta y se lanzó, salió de sus poemas, terminó con aquella existencia necesaria; se enfrentó a los dioses que lo obligaban a cargar la piedra. Se rebeló, su poesía es el resultado. Su muerte el precio. Él lo sabía: el conocimiento es algo terrible.
A la escritura no se acerca Ángel Escobar desde el triunfalismo, la certeza, el autodominio y la arrogancia, sino desde la incertidumbre, el fracaso, la precariedad, la inestabilidad, el miedo. Intentando descubrirse y descifrarse, despojado de antemano de toda esperanza de éxito y trascendencia, el poeta se lanza al viaje, a la espiral de interrogantes, al diálogo, al monólogo, al grito y al silencio con las obsesivas presencias y ruidos que conformaron su obra poética singular e inimitable.
Este poeta guantanamero, maldito, terrible, buscado, asechado, esquizofrénico, lúcido como pocos, hijo de una madre asesinada, hijo de un padre asesino de su madre, hermano de un hombre ahorcado, niño errante, niño roto, hombre violento y violentado, amante recurrente de la belleza, mulato hermoso del oriente cubano, vivó durante 39 años en el “tajo de un cuchillo”, supo siempre que “lo atroz no tiene nunca una sola cara”.
Vivir en el «tajo del cuchillo» teniendo como asidero el abismo no es tarea fácil, mas resulta la clave —o quizás el pretexto, el motivo, o una mezcla dolorosa de todas— para la creación poética de un escritor como Ángel Escobar quien hace del ejercicio de creación una suerte de exorcismo vital. Un hombre que«a lo largo de los años practicó un ejercicio de salvación a través de la poesía, por la poesía.» Este ejercicio logró reflejar, como pocos, la lucha terrible con el horror, que en el poeta guantanamero se traduce en agónica lucha por el entendimiento. No resulta difícil sentirlo resistiéndose a sí mismo, forcejeando con sus propios miedos y con sus demenciales voces.[1] Sin embargo, logra imponerse como Dios maldito ante el sagrado acto de la escritura, ejercicio cruel que no obstante lo define, lo sustenta, lo libera.[2] Hay en la poesía de Escobar una certeza de lo irreparable, de lo irremediable, aunque esta no siempre aparece en la superficie. Tenemos, en ocasiones, que naufragar en sus versos para encontrar los semas de dicha fe porque es allí donde se siente la angustia y el temor ante esa creencia: el sentimiento de lo vacío que lo consume, la absoluta certeza de la nada.
Como en su deseo y sostenida voluntad de comprender el mundo, o al menos de atisbarlo a través de la poesía, se apoya en la doble naturaleza de las cosas, Escobar parece comprender, como los visionarios, que debe ver esta doble naturaleza, gran importancia cobran entonces las dicotomías en su universo poético a la hora de conformar su «palacio de significación», por una parte encontramos al  yo y los otros, la vida y la muerte, el ruido el silencio, parejas que ayudan a formar la imagen de la tragedia existencial tanto del hombre Escobar como de su yo poético; y por otra parte se encuentran los pares pasado/presente, utopía/distopía, afuera/adentro, ausencia/presencia, cercanía/lejanía, que ayudan a entender cómo se desarrolla la «rara» y perturbada relación de Escobar con la espacialidad, con el ámbito de la “vía pública” que supone la vulneración del espacio privado y a reforzar el agónico pathos de su no pertenencia a ninguna geografía —conflicto, en definitiva, del eterno outsider, el huérfano, el desamparado, el náufrago, el forastero, el iluminado loco que fue Ángel Escobar. Dice en “Reverso”: Aún así, le queda un argumento al expulsado, aunque no sea más que un argumento: transformarse en puro gesto ritual, o volverse palabra, y al gesto y la palabra, el ser bufón en la significación en la designificación de su propia naturaleza”.
Se puede leer en la poética de Escobar una declaración de conciencia de que la verdadera y, por qué no, única forma de conocerse, de llegar a aquello que más que desear necesita ―el verdadero conocimiento, si es que existe―, ocurre mediante la salida del yo ora hacia una Nada, ora hacia un Nadie, un Aquellos, o hacia el Otro. Desdoblarse, y convertirse en el «dualismo recalcitrante» deviene único camino para en un primer momento intentar llegar al clima intelectivo aspirado, pero que en un poemario como La sombra…más que elección termina siendo condición, pues ya el poeta no puede prescindir de los otros pedazos de su yo. Escobar parece reconocer como vía expedita al acto de intelección el gesto de ser, como expresara Ezra Pound, «liberado del yo que finge ser alguien/ y al convertirme en nadie comienzo a vivir».
Su obra, posee un estilo muy personal y harto diferenciado dentro del panorama literario cubano. Estilo que hace de la poesía de Escobar una suerte de espejo roto (imagen que aparece en más de una ocasión en su obra) no solo porque refleja de manera «rara» la realidad (pues a veces la distorsiona, convirtiéndola en una especie de engendro, o la proyecta idealizada al extremo, o simplemente no la muestra tal cual es, sino fragmentada en varios pedazos que necesitan de otros para completar la imagen), sino porque, incluso, podría pensarse como metáfora de su mente y de su yo —también rotos—, donde cada uno de los pequeños pedazos ofrece una visión singular del yo y de sus obsesiones, sus inquietudes estéticas y literarias. La imagen del espejo resulta al mismo tiempo pertinente a la hora de incluir al lector en la tríada escritor-hecho literario-receptor que todo proceso de escritura supone, y es que este último termina precisamente por verse reflejado en el caos que proyecta el espejo, termina refractándose en la lectura que hace de los Otros, Nadie, el Ajeno, el Forastero, hasta ser absorbido por el marasmo de la Nada que Escobar propone.
Su universo poético es un continuum de intentos por reflejar(se), un batallar constante con las formas, con el lenguaje, con el Yo y con los Otros. Es la batalla consigo mismo, prueba que falla una y otra vez, la que con más fuerza acarrea la desesperanza, apresura un final que el artista había intentado postergar refugiándose en su poesía. Escobar intentó ser y vibra para nosotros todavía, a pesar de la nada que tanto lo asedió y lo obcecó. Nuestra tarea como lectores, conmovidos y ganados por la pasión que despiertan sus versos, resulta entonces acatar el desafío que propone una poesía auténtica como pocas, lanzarnos a una búsqueda incesante y a ratos estéril, teniendo como certeza que nos espera eso que Octavio Paz denominó la revelación de una no-revelación, revelación que experimentó el Ángel, Escobar.





[1] Acaso el más presente en él haya sido el miedo a sí mismo, a no poder encontrarle sentido a su ser, y a su ser dentro del mundo: «Ay, pizca de algo, por qué retuerces mi cerebro/ y lo abrumas. Por qué pones un muro entre la luz/ y yo. Ay, muro de algo, mis rastrojos, gritos sin alma,/ charco umbrío, arremeterán contra las piedras./ Muro, piedras que trasmuto en soles enemigos,/ cómo destazarán mi cuerpo, rincón que solo aguarda». Ángel Escobar: «Impromptu», Poesía completa, Ediciones Unión, La Habana, 2006, p. 312.
[2] Me permito tomar las palabras de Efraín Rodríguez Santana en el prólogo que escribe al poemario Cuando salí de la Habana para hacer una salvedad al respecto: «Ángel Escobar no escamotea las verdades que lo cercan, al menos aquellas que siente con su carga de padecimiento perenne. Las asume y las envuelve en su manto poético; las transforma, registra sus ocultos reversos; intenta descubrir una y otra vez una solución una salida perdida. No se acostumbra a ese juego macabro, pero advierte siempre sobre la impracticabilidad de escapar y acomodarse en otras esferas ajenas a la voluntad y al destino que le han sido impuesto. […] Cuánto dolor no acumuló el poeta antes para llegar a estas confesiones que no le brindan ni acomodo no respiro […] Ángel Escobar escucha y transcribe de forma insuperable, así cree ennoblecerse e intenta curarse en la grandiosidad del verso. Es al principio una operación soportable, que está bajo control, que domina gracias al impulso espléndido de la poesía, pero que en sucesivas etapas de desgaste interior, se enquista para mal y confusión. Se desordena se agita con mayor virulencia, no descansa en la realización del texto, sino que se revuelve en su reiteración y su sentido de culpa. Culpa y paranoia se intensifican, y los poemas se configuran con su carga de magisterio y dolor.» (Efraín Rodríguez Santana: «El estudiante de la melancolía», en Ángel Escobar: Cuando salí de La Habana, Ed. Unión, La Habana, 1997.) Claro ejemplo de cómo la poesía, aquello que fue la tabla de salvación para el náufrago que fue, deja de representar en algún momento la posibilidad de rescate, lo es el poema «Lo que borra», del poemario El examen no ha terminado: «Antes me ganaba la vida como actor./ Ahora me pierdo como escritor./ […] y tenía la superstición del progreso./ Ahora no tengo nada./ Antes tampoco,/ la creencia no me dio ni un anhelo./ Algunos conocidos me preguntan de qué sirven/ estos papeles; me lo preguntan en vano:/ yo tampoco lo sé/ […] yo solo quiero estar en Sitiocampo, / y poder olvidar este examen al que estoy sometido;/ pero eso es imposible; no solo por eso/ preferiría no haberlo escrito» Ángel Escobar: Poesía Completa, Ediciones Unión, La Habana, 2016, pp. 329-330.

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