Raúl Flores Iriarte
Después de años y años en el mundo blanco-y-negro de la literatura, mes tras mes de comprar a contrabando paquete de hoja blanca a sesenta pesos y pagar impresión fallida de libro propio, decidimos formar el club de los perdedores. No hicimos ningún comunicado de prensa, ningún tipo de manifiesto para expresar nuestro parecer, todo esto según la verdadera mentalidad de perdedor que estipula lo inútil de cualquier manifiesto o comunicado, destinado al fracaso desde el principio.
Tiempo atrás, habíamos coincidido en varios encuentros de talleres literarios, y en ese entonces aún teníamos la chispa, los deseos de mandar a concurso nuestras obras incipientes, nuestros libros totalmente innovadores y ganar (uno tras otro) los más importantes premios nacionales y foráneos. Pero después de probar varias permutaciones de libros, de escribir varios volúmenes de cuentos para ayudar a dichas permutaciones, siempre nos quedábamos con el sabor de la derrota. El premio terminaba siendo ganado por el joven escritor de turno, o por alguna de las vacas sagradas. Después, como regla general, venían los jurados a comentarnos lo cerca que estuvimos, cuan próximo estuvo nuestro libro a ser premiado.
Sacando cuentas, si mandábamos a un par de docenas de concursos anualmente y multiplicábamos esto por una decena de años insertados en ese mundo, la cantidad de papel, tinta, dinero y esfuerzo desperdiciado era imponente. Ya yo contaba con al menos quince obras inéditas: ocho libros de cuentos, un par de novelas, un volumen de literatura infantil, tres cuadernos de poesías y unos cuantos ensayos. La chispa se estaba extinguiendo, el amor por la palabra escrita se disolvía en un amplio mar de fracaso y negativas.
No sé a quién se le ocurrió la idea del club de los perdedores, pero todos la adoptamos como propia casi al instante. Ser miembros de semejante club le brindaba solidez a nuestro mundo. Le proporcionaba consistencia a nuestro esfuerzo literario, a nuestras consecutivas derrotas.
El núcleo lo formamos el mismo puñado de chicos (ya no tan chicos) que venía desde aquellos lejanos días y noches de talleres en difusas/difuntas casas de cultura municipales. Nos concentramos entonces (esta vez en serio) en ser perdedores.
Alguien nos creó un perfil en Facebook y, para cuando vinimos a ver, teníamos cerca de trescientos seguidores. Es increíble la cantidad de gente que manda a concursos y no gana ni siquiera mención. Las estadísticas son (a falta de una mejor palabra) imponentes. En los concursos suelen haber de quince a ochenta libros compitiendo y solo uno es ganador, aparte de (usualmente) un par de menciones. En las categorías de cuento, la cantidad de obras puede llegar a más de cien, y las circunstancias se repiten.
Pero no cualquier perdedor tenía entrada en el club. Las reglas eran claras: solo con una larga lista de fracasos consecutivos se lograba la membresía. Y no con cualquier tipo de libros. Era de esperar que las obras más malas serían siempre rechazadas; para ser parte, se debía demostrar una equis calidad escritural. Y eso iba igual con lo que se mandaba a concursar: los libros debían ser posibles ganadores, eternos finalistas. Que nuestra amiga mala suerte fuera la que decidiera al final sobre quien se iba del club y quien permanecía.
La cantidad de miembros fluctuaba. De vez en cuando, alguien daba el batazo y se escapaba (después de años y años de intentos fallidos) con algún premio. Instantáneamente se le deseaba buena suerte en sus sucesivos esfuerzos y se le daba de baja. En algún momento incluso logramos acoger a un par de escritores de primera que estaban de mala racha, pero no fue por mucho tiempo.
Adoptábamos la misma actitud frente a todo. Llevábamos siempre las de perder y adorábamos a los perdedores. Cuando oíamos algún disco, nos saltábamos los hits. Si hacíamos cola, dejábamos que la gente se nos metiera alante.
Con el tiempo, las reglas fueron cambiando. No las nuestras, sino las institucionales, las que dictaban quién vencía qué y cuando. Empezaron por ampliar la cantidad de ganadores. Ya no era solo un premio para ser obtenido, sino varios. Como resultado, nuestra membresía empezó a disminuir. Se volvió, pues, cuestión de honor y prestigio el hecho de concursar con una obra y no llegar ni siquiera a mención. Se hacían apuestas sobre las próximas bajas, se rifaban puestos para presenciar el fin.
Una de las estrategias que intentamos usar fue la de mandar a los concursos más preciados, los que pagaban cantidades monstruosas de dinero, esos que (según vox populi) estaban dados de antemano. Pero cuando uno de nosotros (por algún innombrable golpe de suerte) terminó ganando el Alejo Carpentier de novela, nos dimos cuenta de que esa fórmula no nos serviría de mucho. El campo literario se había tornado un terreno minado para nuestras intenciones de innatos perdedores, y no se sabía dónde uno podría poner el pie para estar a salvo.
Cuando nos dijeron que nos pensaban dar un premio por la formación y mantenimiento del club supimos que sería el fin de todo. La maquinaria estatal no aceptaba un no por respuesta. Fuimos y aceptamos los galardones con las caras largas. Con parte del dinero recibido dimos una fiesta de despedida y cerramos de paso el perfil de Facebook. Nos sentamos en círculo a leer nuestras obras pero eso no nos ayudó mucho.
Fue entonces que la incongruencia fue descubierta: debida a alguna extraña concatenación de factores (una omisión, un error de cálculo), les habían dado diplomas y premios a todos menos a mí. Técnicamente, era el único que no había ganado nada. A todas estas, continuaba siendo un perdedor con todas las de la ley.
Al momento me retiré de esa fiesta de ganadores. Me fui a casa y me senté a escribir el guión para una película que sabía nunca sería filmada. Sentía que aún no había perdido la chispa; todavía conservaba la voluntad de perder.
Imagen: http://latesela.tumblr.com/