Nosotros, los que hacemos el mal


Por Jhon Isaza



Malechor, s. El principal factor en el progreso de la raza humana.
Ambrose Bierce


Hay un relato del escritor austriaco Alfred Polgar que cuenta la historia de una niña de dieciséis años que se suicida en la celda de una comisaría. La niña ha ido a pedir una licencia para prostituirse, pero el agente de policía que la recibe decide no sólo negársela sino encerrarla, convencido de que quizá pueda disuadirla de semejante idea. Las mujeres en la Viena de entonces, dice Polgar, adquirían primero licencia para la prostitución y sólo años después para el voto, pero nuestra niña aún no estaba en edad de ninguna de las dos. Lamentando desear no ser virtuosa y no tener edad para conseguirlo, la niña se suicida. Con todo y lo radical del acto no es éste el que me interesa, sino el razonamiento previo: ¿acaso hay un requisito después del cual se nos deban permitir violar ciertas formas de la virtud? Qué hacemos los hombres cuando ni siquiera somos libres de hacer el mal, cuando estamos encerrados en nosotros como una bala en un revólver.

En lo que sigue intentaremos entender que en alguna medida esa historia de la niña, del voto que no puede dar aún, del mal que llevamos dentro, y del hombre torpe que intentando hacer el bien causa una desgracia, es también la historia del lector que cada tanto debe jugarse las vidas ajenas para elegir un acto, o un  gobernante.

Cada tanto 

tenemos pequeños vicios


Les contaré otra historia corta, y después intentaré fracasar decentemente en el intento de convencerlos de que todas las cuestiones humanas son, en alguna medida, cuestiones morales: cuestiones sobre el daño que causamos o permitimos, y que ante ellas, es decir ante la vida, tenemos solo dos opciones: a) huir tanto como se pueda a la vergüenza de no entender nuestro lugar y de entrar en esta tierra ajena como si fuera nuestra, huir de exigir más de lo que somos o merecemos, o b) asumir nuestra estupidez, nuestra torpeza, nuestra banalidad, con fría y cínica humanidad.

Es un cuento. Se llama Un hombre con manías, y lo escribió el norteamericano Robert Bloch. Dice que había un hombre sentado en un bar, a punto de terminar su bebida cuando llega otro y se sienta, un poco impertinente, pide un trago como si el lugar le perteneciera y exige al del mostrador algo sobre el volumen de la música. Le ofrece un whisky al que está a punto de salir y a fuerza de los modales de éste terminan conversando. Entre ires y venires el impertinente masculla algo sobre lo estúpidos que son los hombres que se apasionan por los deportes y tonterías por el estilo:
“Un puñado de locos desgañitándose por nada, durante todo el verano. Luego viene el otoño y empiezan los partidos de fútbol. Exactamente igual, sólo que peor. Y tan pronto termina, empieza el baloncesto. ¡Santo Dios!, pero ¿qué ven en ello?”, a lo que el de los buenos modales responde: “-Todo el mundo tiene alguna manía”. El impertinente insiste en que a esos tipos no les importa el marcador, sino gritar como monos, pelearse como bárbaros y encuentran en su adherencia a un equipo la excusa perfecta; odio es lo que tienen. El otro le dice que quizá, después de todo, sea sólo una forma de liberar represiones, eso son las manías: pequeñas cosillas que hacemos a otros y que nos evitan hacer daños mayores, digamos que son algo así como daños preferibles. Pero el impertinente grita y maldice: ¡el boxeo, la caza, la pesca, coger un arma y disparar contra un pobre animal tonto. O cortar una lombriz viva y meterla en un anzuelo y el anzuelo corta la boca de un pez, y nosotros lo encontramos excitante! -el mal implica también eso: ejercer cierta forma de poder sobre los otros. El de los buenos modales responde: “Espere un momento. Puede que no esté mal. ¿Qué es un pez? Si así se evita que la gente sea sádica…”, “-Déjese de palabras rimbombantes (…) Sabe que es cierto. Todo el mundo siente esta necesidad, tarde o temprano. Ni los juegos ni el boxeo les satisfacen realmente. Así que, de vez en cuando o con frecuencia, necesitamos tener una guerra. Entonces hay una buena excusa para matar de verdad. Millones.”

El desenlace del cuento se los dejo a ustedes. Volvamos un poco a la idea del hombre de los modales: si le hacemos caso tendríamos que decir que en alguna medida quienes sufrimos pequeños daños causados por otros somos algo así como el medio para evitar males mayores, somos la lombriz en el anzuelo, en alguna medida contribuimos a evitar una desgracia más significativa: una violación, una masacre, qué sé yo. Es como si debiéramos aceptar una especie de mal por beneficio. Lo especial de esta forma del mal es que también se expresa en pequeñas cosas, en minucias: cerrar la puerta del ascensor a alguien que está a pocos metros, dar la espalda y fingir que no le hemos visto, y luego voltear y hacer ese gesto de impotencia y desgracia que todos sabemos hacer al tiempo que apretamos insistentemente el botón para cerrar, y despedimos al que se queda afuera con una mirada de desconsoladora solidaridad, mientras se cierran las puertas y con ellas se aliviana nuestro espíritu burlón; o retar al conductor que viene en marcha porque hay luz verde mientras atravesamos la calle por la cebra de forma lenta y bravucona, seguros de que no podrá atropellarnos a plena luz del día y de que no querría granjearse un problema con nosotros, que no tenemos derecho a cruzar aún: minucias. Así que el asunto va de lado y lado.

Bloch tomó del psicoanálisis aquella idea de las manías, de esa hipótesis de que los humanos funcionamos como una máquina a vapor, y que cada tanto necesitamos liberar vapores, represiones, por medio de viciecillos. Eso debería permitirnos entender que, por ejemplo, si alguien miente sobre ti, se ensaña no en pegarte o violarte o torturarte o incendiar tu casa o matar a tu madre o a tu primogénito, sino simplemente en, digamos, decir alguna mentirilla: cuchichear en pasillos con otros afirmando que buscas hacerle daño por medio de una inquina obsesiva (aunque sea falso), que estás en contra de las mujeres o de los que no son como tú y a quienes consideras inferiores (aunque no haya prueba para semejante cosa), que como defiendes ideas contrarias a las suyas solo buscas violar niñas, consumir drogas y levantar fusiles porque eres tan vil como un guerrillero vil (aunque todo eso esté lejos de tus intereses), o que eres partidario de unas ideas que solo harán daño a los jóvenes y a la sociedad (aunque esa persona no conozca tus ideas, sino apenas el eco borroso de los susurros callejeros que de ellas quedan); decía, si alguien miente sobre ti y eso te causa algún daño, parece que deberíamos pensar que ese mal no tiene tanto que ver contigo como con el sujeto que lo causa, se trata de él o ella, de todo lo que sería capaz de hacer si no te atraviesas tú para servir de válvula de escape para esa olla a presión siempre a punto de reventar que es la mente humana, cuando está expuesta a la llama ardiente de las cuitas de la vida.

Una idea similar pero que nos presenta otro enfoque del mal la podemos encontrar en una película de 2008 titulada God on trial (Juicio a Dios), dirigida por Andy De Emmony. En el ocaso de la Segunda Guerra Mundial los alemanes apresuran el paso para el exterminio judío. Toda la película se centra en uno de los campos de concentración, en el interior de una de las garitas hay un grupo de judíos que saben que están a punto de ser llevados a las cámaras de gas, y entre silencios y lamentaciones uno de ellos se expresa mal sobre Dios, otros tantos lo defienden (todos sabemos que el mal que padecemos no es culpa de Dios, dicen) y a causa de las diferencias deciden iniciar un juicio en su contra: lo acusan de violar el pacto que firmó con los judíos en la Torá (proteger al pueblo elegido por él), la evidencia: ellos. Entre argumentos y motivos uno de los acusadores dice que de hacer caso a las escrituras y las propiedades de Dios éste sería culpable, pues si es cierto que no se mueve una hoja de un árbol sin su voluntad, en alguna medida esa shoah, ese sacrificio, es parte de su plan, así que su palabra fue protegerlos y su plan exterminarlos, y por cierto: en esa medida Hitler sería un "trabajador de Dios", un siervo, un instrumento de su voluntad. Uno de ellos menciona que quizá el acto sea necesario para evitar algo peor: que ellos, los judíos que ahora mueren, son algo así como la pierna gangrenada del inmenso cuerpo de David, que para "purificar" al pueblo judío es necesario eliminar una parte de él, la parte "infesta", que en esa operación Dios es el "cirujano" y Hitler el "bisturí", y se preguntan: ¿cómo podríamos odiar al bisturí, y amar al cirujano?

Si seguimos esta ruta podremos entender muchas cosas de una sociedad como la nuestra: por ejemplo, que el sufrimiento de algunos, su tortura, su asedio, su exilio, sus fosas, su agonía constante es como un destino que les impusimos porque son la pierna infesta, la que está reservada para padecer y que en alguna medida está bien que padezca, son simplemente una shoah, un sacrificio para conseguir, tarde que temprano, una sociedad justa, equilibrada, estoica y democrática, pletórica de gente de bien, de pequeños virtuosos que se echan la bendición siempre antes de halar el gatillo. Piensen esto: qué es uno de ellos (una mujer, un niño, un animal, un árbol o un hombre de pueblo, un campesino, un pobre, un gusano, un pez) si con ellos se evita un desorden social: un apocalipsis. Pero es fácil para nosotros amar a Dios y al bisturí, porque no somos la pierna, y vemos lo que ella no.

Les propongo pensar algo: que quizá entre las muchas angustias cotidianas del ser humano, entre los hallazgos sorprendentes que esperamos a diario, entre todo lo que desconocemos y que tanto nos preocupa, entre todos los problemas que nacieron con nosotros, quizá el más importante sea el problema del mal: el problema de la perversidad que en nosotros comparte cama con la bondad y el anhelo de virtud, y que debería diferenciar a la bestia que somos, del humano que deseamos ser, el problema del daño que causamos a otros y el problema del daño que otros nos causan. Les propongo contemplar la posibilidad, por ejemplo, de que las tensiones de una nación sean todas ellas un asunto de los razonamientos que nos llevan a justificar, si es que es justificable, el sufrimiento que permitimos o causamos, lo mismo da.

Débora Arango, El tren de la muerte (1948)


De nuestros 

actos no cargamos el peso de la vergüenza 


Con el impulso de esa sospecha podemos ir abriendo trecho. Visto así, solo por tomar un caso entre miles, elegir a un presidente implicaría entonces un asunto sobre el daño, el daño hipotético que asumo podría causarnos aquel que no deseamos que gobierne, el que podría causar a otros como yo, el que podría causar a la nación, y el daño que causo yo al errar en el razonamiento que guía mi elección. Quizá incluso con este asunto debamos decir lo que Sigmund Freud a una de sus pacientes: “no dudo que para el destino sería más fácil que para mí curarla, pero ya se convencerá usted de que adelantamos mucho si conseguimos transformar su tristeza histérica en un infortunio corriente. Una vez restaurada su vida interior, tendrá usted más armas para luchar contra esa infelicidad”, y es que para Freud, dice John Gray, la búsqueda de la felicidad nos distrae del hecho de vivir, “los seres humanos tienen más posibilidades de vivir bien si no se pasan la vida intentando ser felices.” No sé si suceda siempre o a muchos, pero hay quienes pasan buena parte de su tiempo intentando no causar daño, caminando con cautela, evitando dejar un rastro sucio sobre la tierra, “agradeciendo el aire”. En Ojos del hermano eterno Stefan Zweig contó la historia de Virata, un hombre que pertenece a esa horda de los cándidos, y nos enseñó con esa historia que parece imposible no causar daño, y que en lugar de pasarnos buscando la virtud, o la felicidad, deberíamos asumir el infortunio como algo corriente y elegir entonces, ya entrados en los gastos de la vida, no si causaremos daño o no, pues en las más de las cosas que debemos afrontar parece que el mal es como la sombra de nuestros actos, no eso, sino qué tipo de mal nos permitiremos causar, qué sufrimiento propio y ajeno seremos capaces de cargar, por un lado, y una vez pase el tiempo, a cuál de nuestros actos podríamos ver de frente sin tener que esquivar el patíbulo de la vergüenza.

Y allí reside el primer punto al que busco llegar. A finales de 2017, en entrevista para la W Radio, María Fernanda Cabal, Representante a la cámara por Bogotá, avalada por el partido Centro Democrático, respondía sobre la cuestión de si los expresidentes deberían pasar por una Justicia Especial para la Paz (JEP), luego de decir: “donde no hay fuero presidencial no hay gobernabilidad”, respondió a los entrevistadores: “Usted exime a los liberales y nombra la masacre de las bananeras que es otro de los mitos históricos que se trae siempre en la narrativa comunista, donde tienen una cifras que ni siquiera hoy consigue usted (…) De hecho, Gabriel García Márquez crea el mito de los 3.000 trabajadores asesinados (…) Eso no es cierto”. No fueron 3.000, eso es cierto, pero no fue un mito la masacre que ella niega, y que trató como un “confrontamiento armado”. Pero no es la Cabal lo que me interesa del todo. Días después, el 29 de noviembre de 2017, Gonzalo de Francisco, ex consejero de seguridad nacional, y quien dictó clases de Desarrollo Político a María Fernanda Cabal en la Universidad de los Andes, dijo: “Les pido, por favor, que me perdonen. Hace muchos años fui profesor de Desarrollo Político Colombiano de M. F. Cabal en Ciencia Política en la de los Andes”. Ahí está la variable que podría interesarnos: la vergüenza.

Verán, en 1882 el filósofo alemán Friedrich Nietzsche publicó La gaya ciencia, y en el parágrafo 341, titulado El peso más grande, propuso que pensáramos algo que alimentó una de las tesis más emblemáticas de su filosofía, nos dijo: “¿Qué ocurriría si, un día o una noche un demonio se deslizara furtivamente en la más solitaria de tus soledades y te dijese: “Esta vida, como tú ahora la vives y la has vivido, deberás vivirla aún otra vez e innumerables veces, y no habrá en ella nunca nada nuevo, sino que cada dolor y cada placer, y cada pensamiento y cada suspiro, y cada cosa indeciblemente pequeña y grande de tu vida deberá́ retornar a ti, y todas en la misma secuencia y sucesión -y así también esta araña y esta luz de luna entre las ramas y así también este instante y yo mismo. ¡La eterna clepsidra de la existencia se invierte siempre de nuevo y tú con ella, granito del polvo!”? ¿No te arrojarías al suelo, rechinando los dientes y maldiciendo al demonio que te ha hablado de esta forma? ¿O quizás has vivido una vez un instante infinito, en que tu respuesta habría sido la siguiente: “Tu eres un dios y jamás oí nada más divino”? Si ese pensamiento se apoderase de ti, te haría experimentar, tal como eres ahora, una transformación y tal vez te trituraría; ¡la pregunta sobre cualquier cosa: “Quieres esto otra vez e innumerables veces más?” pesaría sobre tu obrar como el peso más grande! O también, ¿cuánto deberías amarte a ti mismo y a la vida para no desear ya otra cosa que esta última, eterna sanción, este sello?”

No sé si haya cosa más perturbadora que proponernos ser jueces y testigos de nosotros mismos. Y ahí está también la lección que propone Nietzsche: ¿odiaríamos al demonio? ¿Sentiríamos vergüenza o hastío o tedio? Luego dice que tranquilos, que esta noche no llegará el demonio, que quizá mañana. Tal vez Nietzsche entendió que cargar con el mal en nosotros es el peso más grande, y quiso ayudar. Tal vez la vergüenza que sintió el profesor de Cabal sea también una lección: cuando no sepamos, ante el daño inevitable, qué daño causar, con qué peso cargar, no elijamos el peso más grande, no vaya a ser que luego venga un demonio y nos obligue a ser nuestro propio testigo eterno en la clepsidra de la noche.

Alfonso Quijano, La cosecha de los violentos (1968)

Cómplices, creemos que ignorar
nos libra de culpa


Volvamos: quizá la explicación más popular a cierta forma del mal la dio en el siglo XX la filósofa alemana Hannah Arendt. Los hechos son por muchos conocidos: con ocasión del juicio al ingeniero Adolf Eichmann, quien fuera responsable del sistema que llevó en el menor tiempo posible la mayor cantidad de judíos a los campos de concentración, Arendt fue enviada en 1961 como reportera del The New Yorker. Las conversaciones con Eichmann y el análisis del caso le permitieron plantear su tesis: no existe un mal radical, el mal sólo puede ser banal. Arendt afirma que el mal implica la ausencia de pensamiento, pero esto no debe entenderse a pie juntilla, no se trata de que las personas que piensan no puedan hacer el mal, sino de cierta forma más precisa, más fina del pensar. La hipótesis de Arendt coquetea muy de cerca con una idea que ya Platón había expuesto no sin cierto espíritu de esperanza: sólo quien incluye más variables en sus razonamientos, quien piensa, digamos, adecuadamente, está exento del mal. Al respecto de la exposición de Arendt Fernando Bárcena dijo:

“La incapacidad de pensar no es estupidez – pues mucha gente inteligente se comporta como si no reflexionase sobre lo que hace- cultura (o educación) y moralidad no siempre van juntas; a menudo las personas mejor educadas son capaces de los peores crímenes (…)”

Tenemos entonces que la expresión acuñada por Arendt, banalidad del mal, hace referencia a cierta deficiencia en el pensamiento, y que sólo el bien, dice Arendt, es radical. Y en esa medida parece necesario evaluar qué tipo de responsabilidad deberíamos reclamar a los banales. Eichmann afirmó que él no era culpable, que culpaba a sus superiores de haber abusado de su capacidad de obediencia. Traducido esto: en sus actos Eichmann nunca tuvo presentes a los judíos que transportaban en el sistema que diseñó, pensó en las vías, en los costos, en los materiales, en los tiempos, en la capacidad que tenían los vagones para albergar la cantidad adecuada/necesaria de lo que fuera que hubiese que transportar: bultos, cifras, poetas, carne, da igual. No fue el odio a los judíos lo que llevó a Eichmann a hacer lo que hizo, no buscaba su sufrimiento, eran otras las razones que explicaban su conducta, los judíos, en últimas, simplemente le eran indiferentes. Él sólo fue un buen ingeniero. Es a esto a lo que Arendt llamó banalidad: a la incapacidad (quizá) de construir razonamientos incluyendo más variables, a los otros, por ejemplo. Y Arendt considera que allí está el germen del mal que causamos, que si construyéramos nuestros razonamientos con más variables, necesariamente incluiríamos a los otros, a los que resultan afectados directa e indirectamente con nuestros actos, a los que no nos importan, por eso para ella el mal es banal, porque nadie que incluya a los otros en sus variables, nadie que piense con inteligencia en las consecuencias y justificaciones de sus actos podría hacer el mal.

De la tesis de Arendt se deriva también otra implicación: el caso Eichmann representó una forma de mostrar que en alguna medida los hombres que están sujetos a instituciones están a su vez libres, exentos, de responsabilidad moral. No son ellos, dicen, la culpa es de la institución. Es una forma de quitarle el rostro a la culpa, de perder la libertad y la responsabilidad en la niebla de la obediencia. Después de Eichmann muchos han realizado experimentos (Stanley Milgram, por ejemplo) para tratar de entender de qué sufren los hombres que hacen el mal por obediencia, cómo es que las órdenes anulan nuestra obligación moral. El 27 de agosto de 2015, cerca de la frontera serbohúngara, las autoridades austriacas encontraron un camión de frigoríficos con 71 migrantes sirios, iraquíes y afganos, muertos por asfixia. Entre los capturados como responsables hay un hombre, Tsvetan Georgiev Tsvetanov, el conductor. Días después dijo a las autoridades que “desconocía que transportaba a seres humanos”. Los diarios, cómo no, recalcaron lo monstruoso y vil del acto, todos odiamos y no nos reconocemos en bestias de ese tipo. El 09 de septiembre del mismo año la escritora argentina Leila Guerriero escribió un párrafo corto sobre el crimen. El relato está redactado en la primera persona del conductor, juega a ser él y a responder como él, y cierra así: “(…) Y no soy un diablo sino un hombre, hijo de hombre, hecho de la misma materia de la que está hecha esa carne que se pudre. Aunque ando por ahí cubierto por una fina capa de entrañas y fauna cadavérica, nadie lo nota porque soy igual a todos. Uso zapatos, como todos. Bebo y respiro, como todos. Y sin embargo, ¿de qué estoy hecho? ¿Qué clase de hombres hacen un mundo en el que es posible alguien como yo?”

La expresión de Guerriero invierte la fórmula y con ella el peso: ahora resulta, maravillosamente resulta, que la muerte de Dora Lilia Gálvez, la mujer de 44 años que fue violada, empalada y quemada en Buga en noviembre de 2016, es en alguna medida culpa nuestra, así como las masacres de las que ni siquiera hemos tenido noticia, las que pasaron y las que aún no suceden, y lo son porque son cometidas por hombres que viven en un mundo que hemos hecho nosotros, esas agonías deberían pesarle al victimario directo, y a nosotros, que le damos la venía con nuestra indiferencia o nuestro voto. Nosotros alimentamos a las bestias. No podemos odiar a la bestia y amar a su niñera.

En 1966 James Brown y Betty Jean Newsome lanzaron It's a man's world, en el 2002 Brown interpretó una versión transformada de esta canción con Luciano Pavarotti, hay un fragmento en el que Pavarotti canta: “The man persecutes the power, but he doesn’t know/ That the great limit against himself, will appear/ In the hand, it tightens an idea/ That doesn’t live, that in his fantasy it wished,/ That if he doesn’t remember that later, nothing else has sense/ If he lives only for himself”. Si le hiciéramos caso a los míticos, tendríamos entonces algo como esto: no sólo que si no incluimos a los otros en nuestros razonamientos nuestros actos serían torpes, limitados, banales, sino que la vida misma carecería de sentido.



Nosotros,
los que hacemos el mal


Hay una estrofa de una canción de Edson Velandia que se llama La muerte de Jaime Garzón, en alguna medida esa estrofa nos habla de las angustias de la niña de dieciséis, de la rabia del importuno que odiaba a los hombres que tienen manías, de la estupidez de Eichmann y de todos los que somos él, de la vergüenza del profesor de la Cabal, de la suerte que tienen los que no se han encontrado con el demonio de Nietzsche, de la profecía de James Brown y Pavarotti, y de los que hoy sufrimos de una suma entre indiferencia e impotencia y putería por compartir sangre y patria con las víctimas y los victimarios, que ahora parece que somos más. Se trata de una conversación entre el periodista Jaime Garzón y su sicario, el intelectual va en camioneta y el trabajador en motocicleta. Después de un monólogo largo con el que Garzón intenta persuadir al asesino de que primero está la razón y que de nada vale la filosofía del crimen, y de que esos que le han mandado a matar no serían capaces de empuñar un arma contra él, el sicario responde: “No necesitan los huevos, ¡pa' eso me tienen a yo!”.

 

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