Por Jaír Villano/ @VillanoJair
Es
difícil leer una página de Sin Remedio sin querer seguir leyendo las 573
restantes. Virtud o estrategia, no sé. Hay editores que demandan una atención
irresistible en los primeros párrafos; hay lectores (¿exigentes?, tampoco sé)
que abandonan libros pasadas las primeras páginas; hay curiosos, me incluyo, que
tenemos paciencia y algo de conmiseración. No siempre ocurre, la mayoría de las
veces no, pero permítanme jactarme: ah, las obras que hemos disfrutado. Podría
hacer un listado grande, pero se me ocurren estas para adornar la diadema: El
lobo estepario, La ciudad y los perros y una más reciente: Libertad.
Desde
luego que aquí hay algo de subjetividad, porque, así como alguien dirá que esas
obras no hay que esperarlas (“Cuatro -dijo el Jaguar-” y ya todo es magnífico),
también hay quien sostiene que la novela de Caballero es lenta. El caso más
ilustre, su señor padre: Eduardo Caballero Calderón.
No
es importante, y ni siquiera nos pondremos de acuerdo, el punto es que a mí me
parece que en Sin remedio no se necesita una dilatada espera para sentir la
pereza, altanería y picardía de su protagonista: Ignacio Escobar. Ello en parte
a un aspecto fundamental en la novela: la prosa ágil, fluida, rica e irónica de
Antonio Caballero, dueño de estilo que lo identifica esté donde esté, escriba
desde escriba, venga de donde venga, exagere o no exagere, yerre o no yerre.
Porque una cosa es el Caballero prosista, al que uno disfruta con cada lectura
dominical, y otro el Caballero argumentista o el comentarista político, con el
cual surgen naturales discrepancias.
No
es muy común que en una novela uno de se deje embriagar por el lenguaje, el
estilo, la forma, más que por la historia, la estructura y las concatenaciones.
Pero habría que decir que aquí hay un atenuante, pues a fin de cuentas Sin
remedio da cuenta de la vida de un poeta frustrado, aburrido, acomodado,
mordaz. Un poeta que vive solo (bueno, después de que su novia lo deja), lee
mucho (que para algo sirva el tiempo), es mantenido por su madre (de la
alcurnia bogotana), conquista mujeres guapas (pareciera que ninguna se resiste a
sus encantos), pero se vive quejando:
Las cosas son iguales a las
cosas Aquello
que no puede ser dicho, hay que callarlo (…) El ojo ve, y olvida.
El ojo no es conciencia de las cosas, ni es voz: es ojo apenas.
Dice
llegando al final del libro, en el poema que finalmente logra escribir.
Interesante, me parece porque demuestra el hastío por él mismo y en
consecuencia de su entorno. Lo vemos cuando se refiere a sus amigos de la high
class, a los cuales ridiculiza de manera fina y elegante en los diálogos (he
aquí otra virtud de Caballero, los diálogos):
-Hace calor
-Quítate la ruana -aconsejó Ana
María.
-Sí -intervino Escobar-: quítese
esa ruana. Yo no entiendo: es la cosa contra
natura de la izquierda, supongo, como señalan los periódicos. Chimenea
encendida, como un burgués, porque se es burgués. Pero encima, ruana, porque el
pueblo usa ruana. Sólo que la usa precisamente porque no tiene chimenea.
Hastiado,
además, de la ciudad donde vive, Bogotá, la que uno lee como si se tratara de
un descripción vaga y general de hoy y no de 1984. (Digo vaga y general porque
en el 84 no existía el metro):
(…) Bogotá es triste, sí, pero de
otra manera. Una tristeza fría, de atmósfera delgada, de ciudad aplastada por
el peso del cielo en lo más alto de la cordillera, en lo más lejos. Una
tristeza rencorosa, torva, de muchedumbres silenciosas que en la calle
tropiezan con otras muchedumbres silenciosas, como un río con el mar, bajo la lluvia.
Una tristeza sórdida de buses y busetas, de semáforos muertos, de edificios a
medio construir en medio de charcos amarillos, de parques de los que se han
robado los columpios, de vacas pensativas que pastan al pie de las estatuas de
los próceres, de basurales, de desempleados, de niños vestidos con uniforme
militar.
Y
para no extender mucho la cosa, de su familia, cuyo desprecio por estas tierras
es exasperante:
-Muy bueno -confirmó el tío Alejo-.
Es que son pendejadas, los europeos tienen muy buenas cosas: el Partenón, Notre
Dame, la Torre Eiffel (…)
Al tío Alejo le subía una risa de
la barriga hacia arriba, le agitaba la papada y los rollos de la nuca, le
brotaba en gotitas de sudor en la calva:
-Es que con el Partenón es fácil.
Pero imagínate…pero imagínate -lloraba de risa-, imagínate un poema aquí, ¡al
templo de Chapinero!
Todos rieron, contagiados de risa.
-¡O a la iglesia de Monserrate!
-dijo la tía Lucía, vagos los ojos. El tío Pablo se secó los suyos con un
pañuelo, y luego se secó la calva. Ernestico Espinosa intervino:
-Es que Monserrate no rima sino con
alpargate.
Todos rieron de nuevo.
Eso y los vaivenes en las calles,
los encuentros amorosos, las descripciones del tedio, revisten a Sin remedio de
una velocidad vertiginosa. Es una obra que se podría tildar de larga, pero que
se lee en un cerrar y abrir de ojos por lo entretenida que resulta.
Acierta Caballero al burlarse de
su personaje, de los amigos del personaje, de las novias del personaje, de la
familia del personaje, en definitiva: de todo. Eso ensombrece las poco creíbles
casualidades entre algunos elementos; para explicarme bastará con recodar el
secuestro del tío Foción, a cargo del amigo Federico, la “resurrección” y
posterior muerte del poeta Edén, la pérdida del poema de Escobar, luego
encontrado por el coronel Buendía (al que conoce en un burdel de mala muerte),
quien cree que la proclama de los secuestradores es un verso de su poema; la aparición
del primo, que lo encuentra desolado, el retorno del poeta Narciso.
Y no sé (¿será envidia?) lo galán
que es el protagonista, que atrae a la amiga de su exnovia, a la hermana de una
amiga (modelo ella), a la empleada de la casa de la amiga, a una prima, a la
empleada de la torre donde vive...Se supone que Escobar está mal.
Y
sin embargo, Sin remedio es una novela que seguirá seduciendo generación tras
generación, que se seguirá leyendo y estudiando a favor suyo y a pesar suyo,
que se inscribe en una serie de novelas aprobada por todo tipo de lectores.
Una
novela sobre las malinterpretaciones, el fracaso, el tedio, con un telón de
fondo cosido con hilos de oro: la alcurnia bogotana, los pequeñosburgueses, las
mujeres guapas, pero también los antros, los poetas de bares, los burdeles, y
Bogotá y su incesante ruido y su cielo plomizo y sus múltiples calles.
Un
libro que, ante la pregunta de sus sucesivas lecturas, te responde en versos:
“-Mira, mira: ¿qué ves?
-Todo es lo mismo.
-Todo es lo mismo
siempre: las cosas son las cosas.
¿Qué ves?
-Carroñas, cadáveres,
torrentes de tripas y cabezas trituradas, remolinos de cuerpos y cuerpos
destruidos, destrozos, sangres, muertes, caminos de la muerte. Y tú, ¿quién eres tú?
-Soy el espíritu que
siempre engaña”.
Porque
se comparta o no, eso es lo que piensa Caballero: que Colombia y su capital son
lo mismo de lo mismo. Y ya van 32 dos años de eso.