Por Darío Ruiz Gómez*
Antes
de morir me dijo mi papá: “Voy a despedirme de este mundo, tengo noventa años y
desde niño lo único que he visto en Colombia es matar gente”. Mi papá y mi
abuelo fueron liberales en esa tradición que venía del Rousseau de “El Emilio”
y que se fundamentaba en un texto único, “Sobre la tolerancia” de Stuart Mill. Libros
de cabecera desde mi primera juventud y que la azarosa vida política de esos
años puso a prueba mostrándome la extrema dificultad de ser liberal en tiempos dominados por el
ultramontanismo religioso y la irrupción de la más terrible irracionalidad brotada del fondo de los prejuicios religiosos
de una población castigada por una deformada noción de la religiosidad, la cual históricamente se puso de manifiesto en la violencia más
brutal ejercida contra aquellos a
quienes se llegó a considerar como herejes. Era el rencor de un alma
atormentada como la de Laureano Gómez y todo su séquito de inquisidores que a
sangre y fuego comenzaron a incendiar el
país a nombre de una Cruzada Nacional en supuesta defensa de la Iglesia y
contra la conjura comunista. Después de la derrota del Partido Liberal
propiciada por una división interna
planeada por sus grandes Jefes
bogotanos se inició, luego del asesinato
de Jorge Eliécer Gaitán, una cruda
represión que en sólo pocos meses -como lo recordaba Gaitán Durán en uno de sus
Diarios- cobró la vida de más de 40.000 personas. Quema de bibliotecas,
persecución a los opositores, despiadadas formas de crueldad destruyeron de
manera fulminante aquel sueño de un país de regiones, aquel rescate de la
educación pública, del derecho a la libre asociación, a la Salud, a una cultura
de la tolerancia. Murió en París de pena moral esa diáfana figura de Gabriel
Turbay y otros como Carlos Lozano y Lozano prefirieron el suicidio. Muchos
escaparon hacia Venezuela y la inmensa mayoría entró en el exilio interior.
Comenzó a tener vigencia la censura de libros.
Trescientos mil campesinos, trabajadores, fueron asesinados y un gran silencio se
apoderó por completo de la vida política y cultural del país. Cualquier acuerdo
de Paz fue siempre una mentira. Para enterrar a mi abuelo en 1955 mi familia
debió hacer los trámites necesarios para que pudiese ser enterrado en Campo Santo
pues Monseñor Builes le había quitado el derecho a ser católico por su
militancia liberal. ¿Qué ha borrado el tiempo de esta experiencia temprana
sobre la brutalidad de poderes paranoicos descargando su insania sobre los inocentes considerados como enemigos
a exterminar? Desde entonces mi padre fue un hombre triste que algunas veces me
traía en su conversación recuerdos que un liberal no debía olvidar sobre el
ejercicio de la tolerancia en medio del maniqueísmo religioso y político.
Había
terminado de escribir mi novela “Las sombras” y sentado en una cafetería de mi
barrio de pronto me pregunté sobre la verdad de un hecho que había descrito en
uno de sus capítulos: el tren de
los muertos que a altas horas de la
noche llegaba de Puerto Berrío y en la Estación
Villa, cerca de mi casa: de sus vagones sacaban hacia unas volquetas los cuerpos de los asesinados en pueblos y
veredas de las regiones del Magdalena. Los llevaban hacia otras regiones y allí
los arrojaban. La estrategia del gobierno y de la policía consistía en que allí
nadie los podría reconocer tal como efectivamente sucedía y podían ser
enterrados sin nombre en fosas comunes. De pronto se me antojó que ese hecho
era demasiado bárbaro y que lo
había imaginado como un recurso formal
de ficción, hasta que al levantar los ojos hacia una serie de vallas donde el
Museo de Arte Moderno exhibía la obra de algunos artistas consagrados. Allí estaba en la reproducción de una
acuarela de Débora Arango: el tren con los muertos del cual había dudado de su
existencia. Débora sufrió en carne propia aquellas décadas de fanatismo, de
odio a la inteligencia y en su pintura puso de manifiesto su repudio a
connotadas figuras del Partido Conservador, a la Junta Militar.
El
llamado Frente Nacional y la caída del régimen de Rojas Pinilla en ningún
momento supusieron el final de una violencia ejercida por cada nuevo
protagonista en contra de los campesinos y ciudadanos inocentes. La constante de esta
violencia ha consistido en el hecho comprobado tal como sucedió en la violencia
entre Paramilitares y la guerrilla de las FARC y el ELN de que nunca entraron
en el campo de batalla sus altos dirigentes. Una guerra entre cobardes como se
la definió y una violencia ejercida en las periferias como estrategia para una
larga duración. ¿Quedó alguna novela, un
libro de poemas, un ensayo importante estéticamente sobre esta confrontación criminal y su impacto en las gentes afectadas íntimamente por esta hecatombe moral? ¿Ha quedado un texto sobre el rostro del Otro
o haciendo la pregunta sobre quién es el Otro? No me refiero a testimonios
personales o crónicas directas sobre esta devastación de campos y poblados ni
por supuesto a esa abyecta literatura hecha por encargo de los Comisarios estalinistas,
sino a lo que supuso pero nunca se aceptó como evidencia, una crisis del
lenguaje, la necesidad de otra forma del relato ¿Qué es si no la poesía de René Char, la poesía de los
límites de lo humano en Paul Celán, el silencio y el vacío existencia en
Becquett? ¿Celebrar a los asesinos o descender a la voz del
moribundo que no tiene nombre? Entonces ¿qué es lo que busca una narrativa
donde no hay individuos que sufren sino abstracciones como el ejército, los Paramilitares o la
guerrilla? Zygmunt Bauman señaló la
existencia de individuos y lo que es más
grave de intelectuales para los cuales la libertad no constituye una premisa sin
la cual es imposible vivir. Simone de Beauvoir se atrevió a calificar esta
cobardía llamándola “Hombres del Techo” o sea quienes eluden la responsabilidad de
tomar decisiones y delegan ésta en la Organización o el Partido.
Hablamos
de la voluntad de emanciparse, como dice Kant, de la ignorancia y de la
capacidad del ser pensante de permanecer en la autocrítica que nos aleja de
todo fundamentalismo. Al llegar a España en 1958 pude constar las huellas y los
efectos colaterales de la cruenta guerra civil: edificios abandonados, el
hambre y la miseria generalizada, la presencia aplastante de un pensamiento
totalitario. Pero a la vez una honda solidaridad entre los pobres, entre los
republicanos y la izquierda democrática que estaba viviendo su doloroso exilio
interior y creando formas de resistencia.
Conocida la existencia de los Gulags, la brutalidad de la represión
estalinista, universos carcelarios del horror y la inhumanidad, la reacción ante la infamia no se hizo esperar
y fue fortaleciendo frente a la censura y el asesinato un pensamiento crítico
liberador y una poesía fervorosa: Ajmátova, Milosz, Zamiatin, Bulgakov, Mandelstam, etc. Un marxismo antiestalinista capaz de rescatar
la tradición de un renovado humanismo. “Humanismo y terror” tal como lo planteó
con clarividencia Merleau-Ponty. La obra de Vassily Grossman “Vida y destino” y
“Todo fluye”, es un excepcional cuadro de costumbres totalitarias pero también
de aquellos millones de vidas humanas
que fueron capaces de resistir esta maquinaria infernal de destrucción. El
hombre desplazado, como recuerda Todorov, ya no encontrará lugar de reposo y el
exilio interior se prolongará eternamente tal como lo puso de presente Marina
Tsvetáyeva.
¿Otro
nuevo postconflicto? ¿Cómo sobreviven en la frontera de Hungría miles y miles
de refugiados sirios y afganos que por decreto fueron borrados de su condición
de seres humanos? La palabra se va desdibujando
interiormente tal como sucede cuando repetimos una y otra vez una misma palabra
y ésta acaba por perder todo significado: seis millones de seres, niños, ancianos,
adolescente fueron desplazados en el
conflicto colombiano perdiendo su hontanar
y cruzaron en silencio buscando los arrabales de las ciudades, murieron a la
orilla de los caminos. Las clases intelectuales tienen siempre a la mano una explicación
sobre “los conflictos inevitables de la historia” sobre “la lucha de clases” sobre
“la necesidad de oponerse al imperialismo norteamericano” sobre “nuevas
formas de lucha”. ¿Cómo es que estos ángeles de la guerra a nombre de los
derechos de la Historia y no a nombre de
los derechos de los niños jamás tuvieron ojos para escuchar la poesía
milenaria de estos pueblos olvidados, nunca contaron en sus filas con un
antropólogo capaz de darse cuenta de que estas comunidades contaban con un conocimiento de la naturaleza
necesario para restituir una cultura integral en el postconflicto, nunca le
exigieron a sus poetas a sueldo a que escucharan los acordes de esta poesía de
bosques y quebradas donde el mito está a la altura de estas razones, de estas
otras lógicas donde palpita el sueño del ser envuelto por la niebla del
despertar a la verdad de la vida? Como
señala Imre Kertész el lenguaje ideologizado por una visión totalitaria cae de
lleno dentro de la cárcel propia de una sociedad cerrada y habla desde los ojos
del verdugo ignorando los sufrimientos de las víctimas. “La tarea del arte es
oponer el lenguaje humano a la ideología, recuperar la capacidad de la imaginación
y recordar al hombre su origen, su verdadera situación y su destino humano. Por
eso, la opción del arte sólo puede ser radical”.
¿Qué
es, me pregunto, un postconflicto sino la necesidad de este lenguaje que repudia
a la ideología y se afirma sobre lo humano y trata de volver sobre los paisajes
negados, descubrir el nombre de cada una de las víctimas? Sobre la franja de césped que bordea la vía y cuando el vehículo se detiene, los veo: una
mujer pobremente vestida que la dureza de la vida le ha hecho perder la belleza
de su juventud, sentada, mira sin
angustia pero con perplejidad el paso de
los vehículos. A su lado un niño de unos ocho años, piel trigueña, pelo negro
en capul, la raza que habita las sabanas de Córdoba y Caucasia, el niño que al mirarme con sus grandes ojos, no deja
traslucir expresión alguna de desamparo ante la ciudad a la cual ha sido arrojado por la violencia. Y
de pronto al darme cuenta de su altivez, me siento confiado pues estoy seguro de que la mano del niño sabrá sabiamente conducir a su mamá hacia un techo hospitalario.
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*Escritor, crítico literario, periodista antioqueño.