Juan Guillermo Álvarez*
El libro de Libaniel Marulanda Momentos
memorables de militancia musical es un tour de force por la sonreída y
selectivamente pendenciera memoria de un trashumante que ha visto muchas cosas
y vivido unas cuantas -de esas y otras- en un periplo orgánico que alcanza la
perfección cronológica aconsejada por el rey David: los setenta años.
Libaniel hace una "militancia sentimental" y nos regala
una retrospectiva de sus días y años y décadas de testigo excepcional del
devenir musical quindiano y nacional -y su trasfondo sociopolítico- que
corresponde a la generación del Estado de sitio y se enmarca entre la caída de
la dictadura de Rojas Pinilla (1957) y el inmediato pasado, que ha cobrado ya
la moneda de Caronte a varios de los entrañables del autor, y el inminente
futuro (al que se aproxima nuestro vate con un tambaleo de sus coyunturas
aporreadas, bandoneón en los brazos), que amenaza darle "el manotazo duro,
el golpe helado", a los que quedan. Su crónica de los monstruos del tango
es a mi gusto una delicia, y fresca como los frutos del día, merced a la fineza
de su postdata. Liba –así le llamamos sus amigos– llega a su Buenos Aires
querido, en las manos una libra del café más perfumado del mundo, y algunos de
sus libros, y busca en el caos de la red, al añorado, al que cree el epicentro
cordial de ese laberinto que ha tejido y destejido en sus sueños. Pero solo se
topa con el silencio, y después de hacer objeto de ese regalo o señal de
identidad al gran Negro (que partirá no mucho después), regresa al trópico
natal, boquiamargo como amante desairado.
El narrador nos sorprende con una coda -esa postdata que es un
recurso de la destreza de un músico que sabe cómo superar un final: con un
nuevo crescendo: Mancini no lo atendió por estar ya ocupado con una visita
prioritaria: la de la Parca, que venía por él. Pero ya está de vuelta. Y esto
no acaba todavía.
En un dechado de economía textual, se
nos proveen claves sobre el origen nebuloso y negroide de la canción ciudadana
en el Riachuelo, sobre sus variantes (el tango que asciende vertiginosamente
hasta los salones de París es el mismo que Borges deplorara), sobre sus grandes
compositores y orquestas y cantadores, sobre sus sociólogos como el malquistado
Sebrelli, y el genio de Piazzolla. Y le alcanza para el episodio colombiano,
que se da el lujo de narrar en primera persona, como que se las ha visto con
ese instrumento de endemoniada dificultad, apenas parecido al acordeón, cuya
interpretación en una audición ya legendaria, llegará a satisfacer a un Roberto
Mancini, el plebeyo que seduce y rapta y hace su reina a la única hija del
magnate de la radio Tobón de la Roche. Cómo no le va a alcanzar, si ese es el
meollo de su libro, el hilo conductor, su arteria oxigenadora: eso fueron
aquellos muchachos de los días de la radio, unos apasionados que partieron de
sus pueblos en el tren prehistórico y se encontraron en la Bogotá del '71, y
tramaron lo que sería todo el teatro colombiano y creyeron -mientras lidiaban
con su destino personal y se quitaban la mujer o se enrolaban en la
administración pública- en la promesa roja que agitaba los cielos del mundo, y
de ese cielo pergeñado de viriles nostalgias bajaron el rayo del gotan, se
chamuscaron con él y dieron lo mejor de sí para ser dignos de sus ídolos
meridionales, a menudo y casi siempre sin pasar de un nivel de
"gallegos". Y su recordar es quinciano, laborioso y enriquecedor del
pasado que relee para poner las cosas en su lugar, para asentar esas anécdotas
y armar el mapa y la cronobiología de la muchachada febril adicta a "la
melodía". Macondiano, recupera su mundo nombrándolo otra vez como en los
orígenes, con las mismas palabras, que fueron moneda corriente de su saber y
hoy apenas superstición; proustiano, vuelve a vivirlo mordisqueando un buñuelo
y aspirando por boca y nariz todo el bouquet de las magnolias cantineras y las
encrucijadas de la arriería.
Y como si este juego de dualidades y dicotomías que amaga en el
título se le quedara corto, nos propone uno más: una militancia que se puede
tomar literal e inicialmente como política, porque el azaroso momento no lo
cogió desprevenido como a muchos otros de su desencantada generación, sino
presto a prenderse fuego en aquellos setentas ígneos que empezaron en el
parisino mayo del '68, pero -mucho más consistente y elegido por él mismo, por
ese Liba que abraza con fervor de iniciado el "gran desorden bajo los
cielos" que significó la revolución cultural china- una militancia de
largo aliento y sin concesiones en la que considera (en un gesto de afirmación
axiológica), nuestra verdadera tradición musical. Pocos en nuestro país han
calado como el quindiano en esa misteriosa forma del tiempo (como la mienta un
verso de Borges, en el Otro Poema de los Dones), muy pocos en verdad se han
asomado a esa ventana abierta a la libertad del hombre como entendieron Adorno
y la Escuela de Frankfurt. Verdadera y no fantasmal, dueña y portavoz de una
identidad cultural y no manifestación de la mercenaria fábrica del ruido y de
las líricas más canallas que hacen de esta época una baja era del
entretenimiento sin la menor exploración artística, según el diagnóstico de
Harold Bloom en el Canon Occidental.
Y pasa revista por esa tradición haciendo un repaso por algunos
de los nombres que lo marcaron como aficionado y músico, y su lista es
borgesiana, heterodoxa y apasionada. Su clasificación, sucinta como ademán
clásico: "buena, mala y peor", pero no excluye géneros a priori, y lo
popular se salva, como no sea por las aberraciones llamadas despecho y
reggaeton, que resultan populares gracias a un juego dialéctico inverso y
perverso: imponer a los oyentes un producto chabacano de asimilación inmediata
a fuerza de permear todos los canales y aturdirlos con una repetición que
termina por remodelar su tornadizo gusto.
Repaso signado por las particularidades del relieve, con los
altibajos de momentos dispares pero con la unidad de estilo inconfundible del
autor, que salva la solución de continuidad de los diversos artículos que
componen este libro de la biblioteca de autores quindianos, la mayoría
publicados originalmente en El Espectador, porque le toma el pulso y pide la
opinión también a los músicos de hoy, a una Luz Marina Posada que desde su
formación clásica y su talento vocal e instrumental se muestra partidaria del
estado de cosas de nuestra música telúrica, que "no es de élite, sino
especializada", y que mantiene su valor artístico intrínseco al evitar los
corrompedores coqueteos de la industria.
Así, nos pone en el local estrecho donde debutara Los Soneros,
el mítico establecimiento que es sede de la salsa en Armenia, y nos trastea
hasta llegar a las acogedoras instalaciones que disfrutan hogaño sus
contertulios.
Las gentes y sus moradas, el músico que se pensiona de su puesto
público y por un golpe de suerte consigue la casa que soñó pero no vive mucho
para disfrutarla, aquella pareja que concreta su sueño de recuperar un trozo
del pasado de la ciudad y lo redondea instalando allí el Centro de
Documentación del Quindío, para demostrarnos que en algunos de entre nosotros
puede triunfar una memoria consciente.
Literatura es el común denominador de música y teatro y pasión
política y caudalosa amistad. Liba lo sabe, que "todo acaba en un libro",
y que todos tomamos prestado aún la vida misma, que entre todos los seres
cercanos al corazón nos ayudamos a vivir.
El sedentario y afónico Mancini es uno de los grandes personajes
del libro. Desde su aleph electrónico del TangoClub, sito sin duda en el Sur de
Homero Manzi y de Georgy, no más grande que un sello en el mapa, vale traducir,
no mayor que una estampilla pegada en el croquis del pueblo natal, gobierna y
estimula a los muchachos de todas las generaciones -desde Betinotti hasta
Piazzolla, y aún los nuevos-, para encontrarse en los esguinces y las
nostalgias del inmenso gotan, omnisciente y afable como el penado de la 72, don
Isidro Parodi, ese detective que endereza el camino de los sabuesos oficiales
mientras ceba un matecito y les agradece que se acuerden de él.
Ambos son reales, ambos son ficticios, como todas las personas,
que tal vez somos muchos según la mirada que nos arrojen y la voluntad con que
nos miren, los dos sendos pedazos de nuestro corazón mientras el fueye aliente.
Los muchachos de antes se despiden uno a uno.
Liba les hace el panegírico, mientras aguarda su hora con la
serenidad jovial de un Petronio en brazos de su Eunice bogotana a quien ha
enseñado a amar la buena música que lo exulta desde su niñez, el gotan, pero
también los aires del interior y la morena salsa.
Postdata: llego a Ezeiza después de un viaje tortuoso sazonado
por la descortesía de las auxiliares de vuelo chilenas. Somos criaturas
momentáneas, el tiempo nos moldea, y me siento un poco Liba que llega en su
peregrinación por primera vez a la gran metrópoli. Enfilo por el pasillo en
busca del área de migración. Lo primero que mis oídos reconocen es un tango, de
Floreal Ruiz, que resuena -emblemático- en los parlantes y casi se me aguan los
ojos. Estoy en la meca del gotan. Libaniel tiene razón. La música ciudadana
está viva.
Ya de salida de una ciudad que no puede no quererse, los tangos
nos dicen adiós. Hasta luego, más bien, hasta siempre. Alguna noche nos
acordaremos de ella entre cafetales sonoros, con el viejo Liba, por qué no.
*Médico internista y poeta.