Desde este borde, por Jessica Toloza


-¿Usted tiene afán?
-No.
-Menos mal, porque aquí todo camina a ritmo de laguna.

Y, mientras hablaba, sacaba un cigarrillo del empaque y lo ponía en su boca; y mirando el lago que se extiende pocos metros abajo de su casa, lo encendía.  Esa bocanada de humo terminaba al lado de la neblina y se mezclaba luego con la geometría del lago.

-Desde aquí se ve Muyso  akiqake, la isla más grande. Es un dragón muisca, pero la gente de aquí le dice "San Pedro". Hay una leyenda que cuenta la historia pero eso casi nadie lo recuerda; las historias se olvidan si uno no las cuenta.
-Pero usted sí las sabe.
-Las recuerdo. Es que  recordar es diferente a saber. Yo sé algunas cosas, pero son más las que recuerdo. Lo que sé me sirve para espantar a los que vienen a perjudicarme: los recuerdos no me ayudan mucho, en lo práctico, pero me responden siempre que me pregunto por qué estoy aquí.

Había vuelto a la laguna que desde niño le había fascinado. Sus padres lo traían a pescar y a contemplar,  para que no se le olvidara de dónde era, y para que templara el cuero a punta de frío. De niño siempre volvió, hasta que sus pasos lo llevaron a convertirse en un “urbanícola”.  Eligió las aulas y los libros, y los apuntes y las libretas de apuntes.  Revolvió bibliotecas y creó una propia que se llevó consigo cuando volvió. Regresó porque su memoria no le indicaba otro lugar, porque cuando pensó en volver, solo se acordaba de un camino. De esas épocas en la ciudad solo le queda el hábito de la lectura y la maña de llevar encima una libreta de apuntes.
-Mis papás son los culpables, ellos me heredaron la tierra y el vicio por la laguna. Además yo no venía buscando nada, ni huyendo de nada, yo simplemente regresé. ¿Quiere ir hasta la playa?
-Sí.

Intentó la agricultura durante varios años hasta que  una helada prehistórica le dio la última clase de resistencia. El agua cristalizada de los aspersores se convirtió en vidrios, y en medio de esos cristales iban pedazos de lechugas, papas y cebollas, y con los cristales la intención de aprovechar la tierra y aprender lo que era depender de la naturaleza.
-Es que  trabajar en el campo es tan duro que solo los campesinos se le miden a eso, nadie más.  Y yo, la verdad, me parezco más a un árbol que a un campesino
-¿Por qué?
-Ellos, como yo, solo quieren estar aquí, en medio de las matas y con un espejo grande para uno verse de vez en cuando un poquito más grande de lo que es.  Esa vez perdimos todo el trabajo que habíamos invertido, pero como la helada no sólo me afecto a mí, entonces llegaron “las ayudas”. A mí me llegaron $5.000 que tenía que ir a cobrar a Socotá. Me costaba más el pasaje.  Nunca fui.  Hace cuatro años no cultivo nada.

Las lluvias a este lado de la laguna siempre han sido escasas.  Los aspersores son la única forma de llevar el agua desde la laguna a los cultivos.  Las nubes se descargan de ese lado y cuando llegan a este, solo traen frío y sombra y dejan el pasto seco y listo para encenderse.  Cada tarde emprende la caminata para revisar los árboles y para recoger lo que queda después de aserrar. Regresa entrada la noche después de haber revisado los troncos y saludado a los vecinos, y lleva consigo algo de madera para la chimenea, el único fuego que alimenta.

-Para uno, que vive de la cotidianidad del campo, ningún día es igual a otro a pesar de la rutina. He apagado más de diez incendios,  ya soy un experto.  Como en Aquitania se queda toda el agua llovida, a este lado las matas se secan y en un descuido se nos prende todo el bosque. El agua que vemos por aquí es la de la laguna, entonces la gente tiene sus pozos cerca de las casas para el gasto. Algunos de esos pozos fueron los que se dañaron cuando detonaron las cargas los de La Sísmica.  La gente dejó que llegaran al inicio, es que con tanta helada y tanta necesidad juntas, a la gente se le ofrece una platica y la gente se hace a un lado.
Ya había salido de la laguna y se fumaba su octavo cigarrillo, cuando su vecino, un hombre curtido, sombrero, ruana y una bolsa con panes en la mano, se acercó tímidamente para conversar con él. Fueron socios durante el tiempo de las siembras. Ahora solo son amigos y hablan sobre lo que va pasando de vez en cuando, de una lluvia que no alcanzó a caer, de los precios de la madera, de las casas agrietadas, de los cebolleros del otro lado que gastan demasiada agua, de la próxima reunión.

-¿En qué íbamos?
-En las heladas y la necesidad juntas.
-La necesidad hace que la gente se despierte y se junte. Cuando las casas y los pozos se perjudicaron con La Sísmica, nos empezamos a reunir. La verdad es que han sido las mujeres las que se han parado donde debe ser. Yo les ayudo, sí, pero mi ayuda es técnica.  Con la militancia rompí hace muchos años  y después rompí con todo lo demás.  Les hago los derechos de petición, les corrijo las cartas y ayudo en ese tipo de cosas. No quiero hacerme notar.
-¿Por qué?
-Por lo mismo que hago los derechos de petición: porque no me quiero ir nunca de este lugar.
-¿No le hace falta nada de lo que dejó?
-No dejé nada. No tenía mucho tampoco, pero lo que me podía hacer falta me lo traje para acá.
-¿Y qué se trajo?
-Algunas cosas que había aprendido, las ollas de la cocina y los libros; y todo me ha servido acá.

Había vuelto para no volver.  Esa fue la decisión desde un inicio, desde el momento en que descargó los libros en un potrero y los dejó cubiertos por un plástico.  No importaba lo que pasara, su único objetivo era quedarse, el único riesgo que no asumiría sería aquel que pusiera en peligro su decisión. No importaron las papas congeladas durante tres años, como tampoco importaron los 11 votos que recibió cuando se lanzó al consejo de Cuítiva;  tampoco importó la indiferencia, La Sísmica, el frío, la falta de lluvias y la soledad. No estaba allí buscando algo que lo amarrara a ese lugar para quedarse, él estuvo sujeto desde siempre por el rumor de la laguna, por el viento que quiebra los pómulos, por los nombres muiscas de las islas que flotan en medio, por el chisporroteo de la madera seca rodeada por el fuego. La idea de pasar su vejez en ese lugar no dio espera. ¿Por qué esperar treinta años si podía hacerlo ahora?

-La casa necesitaba que alguien viviera en ella y casi ninguno podía hacerse cargo de este lugar. Unos por el trabajo, y otros porque se murieron.  Fui elegido para estar en mi casa, y bueno, así como recorro la tierra para ver que todo marche bien, que no haya ninguna cosa rara “porai”, así también recorro la casa y la limpio y trato de mantenerla en orden, aunque a veces es mejor no mirar unos rincones que tienen polvo de hace 35 años, esos los dejo quietos para no levantar recuerdos dolorosos.

Camina tanto que no soporta la idea de tener un carro a la entrada de la casa que lo distraiga de su rutina.  El único motor que enciende de vez en cuando es el del pequeño bote con el que atraviesa la laguna para ir con los vecinos hasta Aquitania a jugar tejo, o para visitar a Busiraco, la segunda isla en medio del lago.
-Me gusta esa isla porque según los muiscas  es la fuerza oscura, a la que hay que conocer y con la que hay que aprender a convivir, pero que toca mantener en un lugar seguro para que no se nos convierta en un problema. ¡Es que fue a Busiraco al que trataron de liberar! Y aunque la gente de aquí ya no recuerda las leyendas,  por lo menos siente el miedo, que ese también es ancestral.
Mira a Busiraco que se levanta delante y lo recorre  una vez más  para acabar de conocerlo. No quiere que lo dañen, pero tampoco quiere dejar de verlo.  Sabe que las fuerzas oscuras están fuera y dentro de él;  las conoce a todas, con sus contornos y quejas, con sus tamaños y apariciones. No quiere destruirlas, sería como amputarse un miembro o perder un órgano. Solamente las deja existir y atravesarlo todos los días para que lo reconozcan por completo.
-Sí, a veces me siento solo, pero soy feliz. Porque yo la elegí, a la soledad. El problema que le ve la gente a la soledad es que uno no sabe qué hacer con uno mismo. La gente necesita  que algo los distraiga de ellos mismos, y la cosa es que yo no le veo el problema a sufrir con  intensidad, desde que lo haga desde este borde.  Mi compañía es ella.  ¿Volvemos a la casa?
-Sí.

Y en medio de unos libros dejados al lado del sillón se podía ver uno más trajinado que los  otros, uno que tenía las hojas dobladas y en una de esas hojas  una frase marcada con lápiz rojo:
“¡El hombre saquea la naturaleza, pero la naturaleza acabará por tomarse venganza!”
-Es La Montaña del Alma. Yo voy a escribir uno que se llame La laguna con almas para asustar a los que no creen en Busiraco y todavía  intentan despertarlo. Las otras dos son Siramena y Moneta, que son las que lo custodian  a pesar de ser las islas más pequeñas.

El café que se sirve está tan frío como el agua de la laguna.  Hace lo suficiente como para no caer adormecido por el arrullo de su vecina, para contemplarla sin distracciones, sin más pretensión  que la de pasar cada hora con la retina enlagunada. Mete otro cigarrillo en su boca y lo enciende mientras se sienta frente a la ventana, saca la libreta de apuntes que lleva en su bolsillo y anota algo que se le ocurre en tanto sopla el humo del cigarrillo por la boca.
-A veces la gente no entiende que uno decide pertenecer a un lugar.
-¿Y qué es pertenecer?
-Es como existir, pero asombrándose uno todos los días de la casa donde vive.

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Fotos: Jessica Toloza

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