La violencia premiada: tres novelas colombianas recientes

POR ALEJANDRO CARPIO

Caricaturas del centenario
Entre el 2010 y 2011 hubo tres premios literarios importantes que ganaron sendas novelas colombianas que tratan el tema de la violencia. En 2010, Antonio Ungar gana el Premio Herralde con Tres ataúdes blancos; en 2011, el Premio Alfaguara se lo llevó Juan Gabriel Vásquez con El ruido de las cosas al caer; finalmente, el Premio Alba Narrativa le fue otorgado a Daniel Ferreira por su novela Viaje al interior de una gota de sangre ese mismo año. Estos tres premios demuestran una serie de correspondencias.  En lo que respecta a esta ponencia, subrayo la necesidad de los narradores colombianos de abordar las condiciones que marcan su realidad política; en el caso de los lectores, el interés que la violencia colombiana suscita. El texto fue presentado en la Feria del libro de Santo Domingo, República Dominicana, 2012.
   
Debo aclarar antes que todo que parto de la premisa de que las tres novelas fueron premiadas porque están bien escritas, indistintamente de que el tema llame la atención. No tengo ninguna interpretación que abarque los tres textos. Intento primeramente identificar esta curiosa casualidad (de que las tres, temáticamente similares, hayan recibido premios en tan corto tiempo), pero la lectura de cada una se limita a sus propiedades particulares: en otras palabras, no pienso trazar vínculos entre una y otra para propósito de esta ponencia.
De alguna forma las tres novelas retratan aspectos de la violencia y sociedad colombianas.

Tres ataúdes blancos, de Antonio Ungar

Editorial Anagrama, 2010, Barcelona
Esté ambientado en la ficticia República de Miranda. El narrador deja suficientes pistas como para sospechar que se trata de un retrato oblicuo (impresionista, se podría decir) de Colombia, como el hecho de que el campo esté aterrado por Escuadrones de la Muerte, el ejército estatal, una Guerrilla Estalinista y narcotraficantes a diestra y siniestra: esa complicada división de poderes que hemos dado en llamar "el conflicto armado de Colombia". La población de Miranda ronda por los 50 millones de habitantes (145) y la de Colombia, por los 46. Miranda tiene una zona caribeña y un vecino enemigo, a quien acusa de cooperar con la Guerrilla Estalinista (todos nos remiten a la patria del autor). Además, su hermosa Ciudad Amurallada, turística, plagada de prostitución, recuerda no tan vagamente a Cartagena.

     En las primeras páginas de la novela, Miranda pierde a uno de sus posibles redentores: Pedro Akira, un político honesto y visionario a quien asesinan. La mala suerte de José Cantoná, el narrador de la novela, estriba en parecerse demasiado a Akira. Al partido de oposición no le queda más remedio que contratar a Cantoná para que se haga pasar por el muerto para así ganarle las elecciones a Tomás del Pito, el presidente de Miranda. Del Pito maneja y perdona los Escuadrones de la Muerte y goza de popularidad en su país por su retórica de miedo populista y el control de los principales diarios; además, sus enemigos políticos tienden a desaparecer misteriosamente.
     El texto de Ungar está escrito juguetonamente y se puede leer como una sátira muy lúcida. El narrador, por ejemplo, llama su texto una "incontrovertible obra cumbre de la literatura occidental" (67), aunque se pase ebrio la mitad del tiempo (como los héroes de Malcolm Lowry o de Hunter S. Thompson). A los juegos de perspectiva narrativa (particularmente llama la atención el vocabulario fílmico) se le suman los de palabras; por ejemplo, "Akira no quiere curas" (175). "Ada se ha ido" (242). El narrador descubre que es "mejor que Akira: un Akira renacido de sus cenizas: un Akira a la Akira potencia" (52).
     La novela de Ungar se lee menos como una profecía que como un roman à clef que compensa con humor la falta de disimulo de sus guiños. El caso del presidente Del Pito es el más claro: "minúsculo líder" lo llama el narrador (158), una alusión obvia a la estatura física de Álvaro Uribe. En otro momento, leemos la letra de la célebre canción "Noches de Cartagena", de Jaime R. Echavarría. No se dice el nombre del compositor, sino que la canción fue escrita "por un coterráneo del presidente Del Pito" (154). Echavarría, claro, nació en Medellín, al igual que el expresidente Uribe.
     Pero son la política neoliberal y el Plan Colombia, con el controvertido indulto de las autodefensas colombianas, lo que más peso llevan en la novela. Leemos en el texto: "Me enteré también de cómo los Escuadrones de la Muerte, erradicados desde hace seis meses gracias a un exitoso proceso de paz llevado a cabo por el presidente Del Pito y por sus honorables ministros, habían masacrado en los cuatro días anteriores a 16 indígenas que insistían en regresar a sus tierras, en las que se abriría la mina de oro a cielo abierto más grande del hemisferio" (69). Luego entenderemos la referencia de la mina.
     La alusión a los "Escuadrones de la Muerte (ilegales o ya legalizados en procesos de paz y amnistía)" (130) apunta al llamado "Proceso de desmovilización de las AUC" (las Autodefensas Unidas de Colombia, el principal organismo paramilitar del país), que en los tribunales se conoció como la Ley de Justicia y Paz de Colombia, de 2005. Uribe, para todos los efectos,, indultó a los Escuadrones de la Muerte que masacraban a los campesinos colombianos. Básicamente todas las organizaciones de derechos humanos criticaron severamente la ley. Para Amnistía Internacional, por ejemplo, la ley "conduce a la legalización de la impunidad de crímenes de guerra y contra la humanidad". Según la Federación Internacional de Derechos Humanos (FIDH), en un informe del 2 de octubre de 2007, al Estado "le ha faltado voluntad real de juzgar y desmantelar a los grupos paramilitares".
     Según el informe anual de Amnistía Internacional de 2009, la violencia ha ido escalando precisamente a partir de la "desmovilización". Se registraron 461 muertes atribuidas a grupos paramilitares entre junio 2007 y junio 2008, comparados con 233 muertos en el periodo anterior [1]. El caso de las minas sirve, como botón de muestra, para ilustrar los resultados del proceso de desmovilización. A la minera estadounidense Drummond, por ejemplo, se le abrió un caso en el estado de Alabama por financiar a las AUC para limpiar diversas zonas desde el 1999 al 2006 [2]. El caso se cayó, por supuesto. Las víctimas, en la novela de Ungar, son "asesinad[a]s a manos de los Escuadrones de la Muerte, pagados por viejos aristócratas y por nuevos narcotraficantes" (82). Las demandas civiles en contra de Coca-Cola y Chiquita Brands, en el mundo real, tampoco han prosperado. Las autoridades no tienen interés de compensar a los familiares de las víctimas ni traer a justicia a los ejecutores.

     El presidente mirandiano Del Pito respondió a las críticas a través del organismo principal de propaganda de su gobierno, el periódico El Universo. Leemos en la novela que "El Universo dice que fuentes de inteligencia han demostrado los estrechos vínculos de las tres ONG defensoras de los derechos humanos en la República con las extintas Guerrillas Estalinistas" (102; luego, en 158). Del Pito replica de esta manera las acciones de Uribe, quien le restó autoridad a Amnistía Internacional y Human Rights Watch y terminó acusando al director de esta última como "defensor de las FARC, cómplice de las FARC", que en la novela se llaman “Guerrillas Estalinistas”. Para el expresidente colombiano Uribe, estas ONG críticas del proceso de desmovilización, aunque "envuelt[a]s en la manta de los derechos humanos, en el fondo lo que quieren es frustrar el avance de la seguridad democrática". [3]
     El periódico de la novela además sugiere que hay países vecinos que cooperan con la guerrilla, pero "no se especifica cuáles", posible alusión a las conocidas acusaciones que el gobierno de Uribe le hizo a Venezuela (103). [4] Para los votantes de Miranda, Del Pito ha sido el único que "ha tenido los huevos de enfrentarse a las Guerrillas Estalinistas con sus propios métodos" (129). El presidente se presenta así como un hombre duro que lucha en contra de la amenaza terrorista por la paz y la democracia.
     Poco importa que Akira y su partido presenten pruebas irrebatibles de la culpabilidad de Del Pito, con documentos, videos, grabaciones, etc. [5] El presidente de Miranda tiene la prensa de su lado, lo cual le permite prometer que "ahora todos juntos, en hermandad democrática, unidos y abrazados por el bien común y por la pacificación, pacificarán para siempre la no muy pacífica república" (238). De otra parte, cada vez que la resistencia produzca evidencia que lo incrimine "Del Pito sabrá callarnos mostrando el ataque fulminante a un campamento guerrillero, la liberación milagrosa de unos secuestrados, el descubrimiento oportuno de complots terroristas" (129). Lo de la liberación milagrosa podría referirse al aventón político que tomó el gobierno uribista con la liberación de Ingrid Betancourt, celebrada internacionalmente como "El triunfo de Uribe", como tituló Hernando Salazar su reportaje para BBC Mundo, de Bogotá. “Admiramos mucho lo que han hecho”, fue el mensaje del Presidente Sarkozy al Presidente Uribe', etc. Otros paladines de la democracia, como el presidente de Estados Unidos y el primer ministro británico, expresaron alabanzas similares.
     Además, en la novela de Ungar, Del Pito advierte que "no permitirá la injerencia de capitales extranjeros en las grandes decisiones económicas nacionales y aplauden las masas extasiadas, dando brinquitos de la dicha y agitando banderas de la República, mientras que él vende todos los bancos y todos los supermercados y todas las fábricas y todas las carreteras y todo el petróleo" (63). La mordacidad del narrador parecería referirse a las políticas neoliberales del expresidente Uribe, quien privatizó una larga lista de empresas nacionales, como Carbocol, Telecom Colombia, Bancafé, Minercol, Ecopetrol, el banco Granahorrar, etc.

     El héroe de Tres ataúdes blancos solo puede enterarse del desastre mirandiano mediante periódicos independientes, la mayoría de los cuales se publican en formato electrónico. Además del ataque frontal a las políticas de Uribe, el texto formula una reflexión en torno a los procederes de la prensa hegemónica.
     De un lado, los aparatos noticiosos enfatizan constante y casi únicamente las acciones de la guerrilla. Escribe el narrador que mientras convalecía: "Yo no tuve más remedio que dedicarme a ver todas las terribles acciones de las Guerrillas Estalinistas en todos los noticieros de todas las horas u dedicarme también a oír detalles acerca de sus monstruosos ataque en todos los programas raciales de todas las frecuencias (de los ataques perpetrados por los Escuadrones de la Muerte sólo daban cuenta en Miranda algunos rincones clandestinos de internet" (64). En el mundo real, los paramilitares, como informan Amnistía Internacional y otras fuentes, son responsables de más del doble de las víctimas civiles atribuibles a la guerrilla; por ejemplo, en el informe sobre Colombia de 2009, se señalan 461 víctimas civiles de los paramilitares y 189 víctimas de la guerrilla de junio 2007 a junio 2008. La frecuencia con la que los medios reportan las víctimas civiles de uno y otro frente no va de la mano con la realidad. De otra parte, Del Pito fluctúa entre subrayar las atrocidades de la guerrilla y dejar claro que está derrotada, movido por la necesidad contradictoria de presentar la existencia de la amenaza estalinista, por un lado, y dejar claro que esa amenaza ya no existe, gracias a la diligencia del gobierno.
     La política económica de Del Pito le provoca admiración a la prensa nacional y extranjera. Para El País, de España, la República de Miranda "va muy bien", porque gracias a las medidas del "serenísimo presidente Del Pito (a quien los españoles abrevian como P. d. Pito), la inversión extranjera se ha recuperado, el producto interno bruto ha subido y la moneda se ha fortalecido"  (101). Una reportera de El País entrevista al presidente, al vicepresidente y al taxista que la recoge en el aeropuerto. No sin mordacidad comenta el narrador que, según el reportaje, "el dinero alcanza ahora para comprar muchas más cosas que antes. La enviada especial menciona comida rápida, zapatillas deportivas, videojuegos y cedés. En España, de donde es el diario El País de España, debe ser un síntoma de bienestar comprar esas cosas" (102).
     Y mientras reportan absurdamente que "treinta y un campesinos de una zona petrolera han muerto, aparentemente en un suicidio ritual colectivo, cada uno de un tiro de rifle en la nuca" (175), los diarios son muy severos con los candidatos de oposición. Por ejemplo, la selección de palabras que utiliza para describir la trayectoria de Akira: "En esta edición veremos un breve resumen de la fulgurante carrera política de Akira [...] y de las controvertidas estrategias de su ascenso" (34).
     El punto es que el presidente Del Pito maneja a sus ministros y a la prensa "como le sale del pito" (241).
     Mientras tanto, en las calles de Ciudad Amurallada, la Cartagena mirandiana, "gentes expulsadas de sus fincas mediante (a) masacre, (b) hambre, (c) robo de finca, (d) arribo de empresa transnacional, (e) todas las anteriores, (f) la promesa del placer de vivir en un paraíso tropical [...] tugurios habitado por todos aquellos que no leen, que no votan, que no tienen idea de quién es Tomás del Pito (por todos aquellos a los que les importa un pito)" (152).


El ruido de las cosas al caer, de Juan Gabriel Vásquez

Editorial Alfaguara, España y Latinoamérica, 2011

Narra en primera persona la historia del licenciado Antonio Yammara, nuestro narrador, cuya vida se une accidentalmente a la del misterioso Ricardo Laverde. Ambos se conocen jugando billar, y empiezan a amistar. Un día, Laverde busca un sitio en donde escuchar una grabación de audio y Yammara lo acompaña a la casa museo José Asunción Silva; Laverde llora al escuchar la grabación y desaparece. Se trata de una grabación de la caja negra del avión en el que iba su esposa; el avión se estrelló y la grabación de la caja negra ha impactado tanto a Laverde, que se levanta y escapa hacia la calle. Yammara sale a buscarlo y cuando lo alcanza, ambos son baleados por unos enmascarados. Laverde muere. Yammara sobrevive, pero sufre una depresión y casi se obsesiona con descubrir el misterio detrás del tiroteo. Conoce a Maya Laverde, una cuidadora de abejas que le cuenta la historia de su padre, y con quien tiene un breve romance. Al regresar a Bogotá, su ciudad, Yammara se da cuenta de que su esposa lo ha abandonado y se ha llevado a su pequeña hija.
     Por momentos se sugiere que la novela es una reflexión en torno a un momento de la historia colombiana: la violencia del narcotráfico de la década de los ochenta (102). A lo largo del texto, de hecho, el narrador Yammara contextualiza los eventos de su vida (y la de Laverde, una generación anterior, pero que narra paralelamente) con hechos históricos de alguna envergadura, aunque se trate de tópicos: las muertes de Malcolm X, Wharlest Jackson y Fred Conlon; la masacre de My Lai, el asesinato de Sharon Tate, etc. Por ejemplo, "Maya Laverde nació en la clínica Palermo de Bogotá en julio de 1971, más o menos al mismo tiempo que el presidente Nixon utilizaba por primera vez las palabras guerra contra las drogas en un discurso público" (191) o "En 1973, poco antes de la creación de la Drug Enforcement Agency, Ricardo mandó a pirograbar, en un tablón, el nombre de la propiedad: Villa Elena" (198).
     En lo que respecta a Colombia, la violencia es precisamente el elemento que hermana a los personajes. Casi al final, Maya cuenta que por años creyó que Laverde, su padre, había muerto (realmente estaba encarcelado). El tener a un familiar muerto, en el contexto de la violencia colombiana, la unía a sus conciudadanos: "El tipo [...] se moría de repente sin que nadie hubiera sabido que ahí estaba [...] Cientos de casos como éste. Cientos de huérfanos ficticios, yo era un caso solamente. Eso es lo bueno de Colombia, que uno nunca está solo con su destino", dice ella (222). Por supuesto, la incursión de Laverde en el narcotráfico (y sus posteriores consecuencias) han juntado a Maya con el licenciado Yammara. Leemos que se trata de "dos extraños que no eran tan extraños, después de todo: los unía un muerto" (123).
     La violencia, por supuesto, afecta la "sicología" de los personajes. Los atentados del narcotráfico han puesto a estos sujetos en un estado de constante pánico, de terror (de ahí el controvertido término “narcoterrorismo”). El comienzo de la "narcoviolencia", en los márgenes del texto de Vásquez, es el atentado del vuelo 203 de Avianca. Pablo Escobar procuraba asesinar a César Gaviria, entonces candidato a la presidencia colombiana, y puso una bomba en el avión en que supuestamente viajaría. Murieron 107 personas.
"'Ahí supimos', dijo Maya, 'que la guerra también era contra nosotros. O lo confirmamos, por lo menos. Más allá de toda duda. Hubo otras bombas en lugares públicos, claro, pero no parecían accidentes, no sé si a usted le haya pasado igual. Bueno, tampoco estoy segura de que accidentes sea la palabra correcta. Cosas que les pasan a los que tienen mala suerte. Lo del avión fue distinto. Era en el fondo lo mismo, pero por alguna razón me pareció distinto, como si cambiaran las reglas del juego"  (229).

     El estado de terror en el que viven Maya, Yammara y el resto de los colombianos los afecta hasta el punto de, en el caso de Yammara, no dejarlos vivir en paz. Quizás el efecto más obvio que tiene la violencia en los personajes de Vásquez es la infantilización que presupone la fragilidad o castración a la que se ven sometidos. El narrador Yammara, por ejemplo, pierde no solo la potencia sexual por las heridas que recibió (58), sino muchos componentes de su rol masculino de esposo y padre, y atravieza un proceso de infantilización. Al cabo de su aventura, recobra algunos de estos, pero de una forma nueva que le permite replantearse su rol anterior.
     Por ejemplo, la esposa de Yammara da a luz más o menos para el mismo tiempo en el que este coonvalece de sus heridas; la muerte a la que estuvo expuesto el narrador contrasta con la nueva vida que ha traido al mundo: su hija. En vez de celebrar su entrada al mundo de la paternidad, Yammara es objeto de constantes consolaciones: "Al principio siempre hubo alguien que se lanzó a abrazarme, hubo las palabras con que se consuela a un niño: 'Pero ya pasó, Antonio, ya pasó'" (59).
     Yammara conecta con su hija precisamente por la vulnerabilidad que la infancia implica. Para "una niña de dos o tres años que está en riesgo todo el tiempo, el mundo entero es un peligro" (96). El estado de paranoia en el cual se subsume Yammara va de la mano con esta indefensión. Cuando juega con su hija, Yammara sostiene el siguiente diálogo: "‘No’, le dije, ‘soy el lobo feroz’.  ‘El lobo feroz?’ ‘Soy Peter Pan’. ‘Peter Pan?’ ‘Quién soy, Leticia?’". (¿?). El lobo depredador termina convirtiéndose en el niño que no quiere crecer, quien a su vez se pregunta quién es realmente.
     El proceso de infantilización de Yammara revela síntomas sexuales: nuestro héroe busca refugio en un cine pornográfico para no poder lidiar con su impotencia (87). Su esposa, insatisfecha, lleva a la cama un consolador violeta (94: el color cobra un significado luego). Al fin y al cabo, la angustia que siente no es principalmente sexual, sino vital: "Todo eso sentí, y al final todos los sentimientos se redujeron a una soledad tremenda, una soledad sin causa visible y por lo tanto sin remedio. La soledad de un niño" (138).
     A Yammara se le permite escapar de esta soledad conectando precisamente con otras víctimas de la violencia; esto explica la fuerza que lo lleva a buscar a la hija de Laverde. Su hija y esposa forman parte de un mundo distinto (87), por lo que las mantiene al margen a la vez que se adentra, a partir de un Viernes Santo, en la vida de Maya Laverde, quien lo seduce por más de una razón.
     Nos explica Yammara: "Siempre he creído que así, comprobando que no estamos solos, neutralizamos las consecuencias de haber crecido durante esa década, o paliamos la sensación de vulnerabilidad que siempre nos ha acompañado" (227).
     Aunque en un momento se plantea la posibilidad de que Maya Laverde utilice al narrador Yammara para revivir y reescribir su pasado (244), ambos personajes se colocan en un mismo plano de fragilidad al unirse mediante una de las imágenes más recurrentes del texto: el zoológico. Al principio de la novela, Laverde padre ha hecho contacto con Yammara a propósito del celebrado zoológico de Pablo Escobar, tema casual de su primera conversación. Años después, Maya Laverde no solo decide visitar el zoológico con Yammara, sino que se plantea la no muy alejada posibilidad de que ambos hubiesen visitado el zoológico de niños para la misma fecha (224). El zoológico une a Yammara con padre e hija, pero hay más: de alguna forma extraña lo ubica a él como padre de Maya (padre de la hija de Laverde, con quien se hermana) y lo aleja de su hija Leticia. El truque de roles quizás peca de truculencia.
     "Veintinueve años antes”, escribe Yammara, Laverde y su esposa “habían recorrido el valle de la Magdalena como ahora lo hacíamos nosotros, se habían besado en este asiento, en esta cabina habían hablado de tener hijos. Y ahora su hija y yo ocupábamos los mismos lugares y acaso sentíamos el mismo calor" (226). Los juegos especulares se reducen a un síntoma evidente: si Yammara desea a la hija de su doble (a Maya), de alguna manera desea a su propia hija, Leticia.
     La equación se explica por el rechazo que la vida doméstica le provoca (reconocerse responsable de su esposa e hija) y el sentido de protección Maya que ha sucitado en él. Cuando Maya se duerme a su lado, escribe Yammara: "La vi como fue de niña, no me cupo la menor duda de que en ese ademán estaba la niña que habia sido, y la quise de alguna manera imprecisa y burda. Y entonces me dormí también" (242). Además, cuando hace el amor con Maya observa que "En la penumbra sus pezones cerrados eran de un tono violeta, un violeta oscuro como el rojo que ven los buzos en el lecho del mar" (241). El color lo remite a (y lo redime de) el infame consolador violeta de su esposa, que le había recordado la impotencia a la que su miedo lo había sumido.
     La novela de Vásquez cierra con dos imágenes que han pesado a lo largo del texto: el zoologico y la caja negra. Yammara llega a su casa, va al cuarto de su hija y escucha el mensaje de despedida que le ha dejado su esposa en el contestador. En el cuarto de su hija se topa con que "del techo colgaba un huevo aguamarina, del huevo salían cuatro aspas y de cada aspa colgaba, a su vez, una figura: un buho con grandes ojos en espiral, una mariquita, una libélula de alas de muselina, una abeja sonriente de largas antenas" (259). En este zoológico infantil, el reflejo inverso del de Pablo Escobar (con sus reminisencias mortales), Yammara reconoce a una abeja sonriente, el reflejo inverso de las que encontró en casa de Maya, que cría abejas de profesión. Los mundos de la inocencia nueva y la inocencia perturbada se confunden en esta vuelta de tuerca a la imagen del zoológico de juguete. De otra parte, Yammara escucha el mensaje atroz del abandono o pérdida de su mujer mediante una cajita negra (el contestador telefónico) que le repite su voz. Termina así de hermanarse con Laverde, para ser, como en el verso Asunción Silva "una sola sombra larga".

     Por más que la infantilización del personaje y su palmaria interpretación sicoanalítca puedan explicarse como frecuentados recursos literarios, cabría plantearse, sin ánimos de ser mordaces, la medida en que el “autor implícito”, la voz autorial de Juan Gabriel Vásquez, revela una interpretación de la historia violenta de Colombia precisamente infantilizada.
     El mérito de los premios Alfaguara puede defenderse mediante la calidad de la factura de los textos, pero no mediante la calidad de sus ideas. El ruido de las cosas al caer mantiene la tensión dramática de cualquier bestseller estadounidense, además de añadir un elemento estético del que carece, digamos, John Grisham. La selección del tema, sin embargo, resulta reveladora en la medida en que el texto precisamente no le revela nada nuevo a la masa de sus lectores. Dentro de los medios periodísticos, la violencia colombiana se reduce a aquella relacionada con el narcotráfico (la mayoría de las veces) y, en menor grado, a los incidentes relacionados con las FARC. Me atrevo a especular que, de haber tratado sobre el conjunto armado más violento de la violencia colombiana, los paramilitares, la novela de Vásquez no hubiese ganado el premio, indistintamente de sus méritos. Las causas de la violencia colombiana se le achacan al narcotráfico (y, en menor grado, a la guerrilla) por razones políticas en las que está implícito el pacto militar colombiano-estadounidense; en los medios periodísticos principales de Estados Unidos, las autodefensas paramilitares no tienen protagonismo (tampoco las fuerzas oficiales del estado). La literatura tiende a ir de la mano del status quo y replica sus mismos paradigmas, sobre todo en lo que respecta a grandes grupos de capital, como el Grupo PRISA, dueño de la editorial en cuestión. Algo similar se podría sostener de Abril rojo, premio Alfaguara 2006, que trata de Sendero Luminoso.
     De más está recordar el vínculo que quiere establecer Vásquez entre el terrorismo colombiano (que empieza con el ataque al avión de Gaviria) y el estadounidense (que empieza con el ataque, también aéreo, del 11 de septiembre). Las consecuencias de esta asociación, en el contexto de la colaboración de ambos gobiernos en la llamada "guerra en contra de las drogas" y el desastroso Plan Colombia resultan obvias, aunque no me atrevería a sostener que El ruido de las cosas al caer se pueda leer meramente como una pieza de propaganda chanflona.

Viaje al interior de una gota de sangre, de Daniel Ferreira

Editorial Arte y Literatura, La Habana, 2012
     Más joven y puede que un tanto menos conocido, Daniel Ferreira ganó dos premios internacionales con dos novelas que forman parte de la serie que ha titulado "Pentalogía infame de Colombia". La balada de los bandoleros baladíes le valió el Premio Sergio Galindo 2010 que confiere la Universidad Veracruzana y Viaje al interior de una gota de sangre, que aquí nos concierne, el Alba Narrativa 2011. Ambos textos (y los tres que restan) formarán una suerte de testimonio artístico de distintos momentos álgidos de la historia colombiana.

     Viaje al interior de una gota de sangre abre con un certamen de belleza en el cual las participantes se "prostituyen", en cierto sentido, para ganar los mejores donantes de fondos. Nos enteraremos después de que los campesinos se han organizado políticamente, azuzados por el padre Bernardo (apodado "cura comunista" por sus rivales), pero en los primeros capítulos de la novela el narrador nos presenta vida y encolerizada muerte de sus personajes con un buen grado de desapego. No escuchamos una voz que enjuicie la tragedia; al parecer, la crudeza de la masacre ha dejado boquiabierto al narrador, quien se sirve de imágenes aparentemente inocentes, pero cargadas de múltiples significados para contar su historia. Doy como ejemplo tanto las escenas crepusculares (e.g., "el sol hunde en el vientre de la llanura su antorcha sangrienta", 26) que corresponde a la caída de estas víctimas de la violencia, como el catálogo de platos de comida que ensombrecen la tranquilidad de un pequeño pueblo colombiano y anuncian el desastre irrevocable: "Hay capones de cerdo rellenos con verdura y morcillas henchidas de arroz sangroso, arrobas de yuca cruda y papa bañada con rehogaos de tomate y cebolla donde sobrevuela una nube espesa de moscas con alas de encaje y moscardones de ribetes metálicos. Las rodajas de carne de cabro pasada por miga de pan forman un cerro en un platón de aluminio. Con la sangre y las menudencias del carnero se han preparado tres poncheras más de pepitoria rendida en arroz y huevos duros, sazonado todo con cabezas de ajo, tomillo, pimienta negra, flores de romero y briznas de laurel que se promocionan con un cartel en moldes rojos" (9). El pan nuestro de cada día viene ensangrentado; la dieta diaria de la Colombia que retrata Ferreira incluye buenas dosis de sangre. Unas páginas más tarde, leemos: "Matilde Sopetrán, sorda como un totumo desde un parto complicado del cual el feto nació muerto, no advierte la cantinela de balas y sigue pulverizando adobo en el mesón de comidas sin saber que el charco de sangre que escurre por la acera no es de ternera sino del cuerpo de su compañera Cristina Dulcey, ahora muerta sobre morcillas sangrosas" (19-20). Este fragmento ilustra el estilo compacto y metafórico de Ferreira. Una mujer sorda que parió un hijo muerto recibe un balazo mientras prepara la comida.

     A pesar de su brevedad, el texto de Ferreira está poblado de un buen número de personajes, ante cuya vida y muerte asistimos. Si en el primer capítulo presagian la muerte de la mayoría, en el segundo connotan el fin de la niñez y el despertar sexual. El joven voyeur que se enamora de la bañista Delfina descubre el sabor del cuerpo de su amada: cebolla y aceite de almendras. Más tarde, luego de sobrevivir la tragedia, puede reconocer el sabor de hierro oxidado mezclado con el del el cuerpo exánime de la muerta (34). Mediante una alusión sensorial, la voz narrativa nos comunica la contaminación a la que el despertar sexual del niño se ha sometido. [6] Olor y sabor del sujeto deseado desde la inocencia infantil (inocente por lo pacífico, no por la ausencia de angustia erótica) son profanados por el hierro, metonimia de muerte aquí.
     El nombre de la muchacha, Irigna Delfina, apunta tanto al fuego como al agua: al contacto entre el sol y el mar y, por lo tanto, al crepúsculo, motivo perseverante del texto. Al morir, Irigna sabe a hierro: el hierro candente, se sobreentiende dentro del marco de este juego conceptual,  marca con carimbo al joven enamorado. En la novela de Ferreira las víctimas de la violencia tienen nombre propio, historia y antecedentes; son los verdugos quienes ocultan su identidad bajo la capucha, el anonimato y la infamia. De esta forma, al narrador le concierne menos el tiroteo atroz de las primeras páginas que las pasiones, miedos y hasta el sabor de la piel de las víctimas. Y también sus venganzas y clemencias. Irigna Delfina se topará de frente, fusil en mano, con Urbano Frías, quien la poseyó abusando de su superioridad económica (Urbano), y cuyo nombre alude al despego o crudeza (Frías; quizás también a la impotencia) de la ciudad, que ve al campo desmoronarse sin hacer nada, pero también de los ricos, no más civilizados que el resto. Irigna Delfina, encapuchada y convertida en verdugo de sus conciudadanos, verá a Urbano huir de ella. No se trata del único episodio de rencilla personal confundida con violencia ideológica. La guerra fratricida de Colombia se nutre de las minúsculas discordias entre los vecinos y las hace girar vertiginosamente hasta que cobran la proporción de la catástrofe.

     Para finales de los setenta, la guerrilla colombiana les había  robado (o “recobrado para el pueblo”, según dicte la terminología ideológica) dinero, propiedades y ganado tanto a los grandes terratenientes como a la nueva clase narcotraficante, que recién empezaba a agigantarse. Cuando una guerrilla marxista, el M-19, raptó a la hermana de un amigo de Pablo Escobar, la gota horadó la piedra. [7] Los blancos de la guerrilla (entre ellos, una compañía petrolífera estadounidense [8] )  se organizaron y crearon quizás el primer grupo paramilitar importante, el MAS, o Muerte a Secuestradores. Aunque inicialmente se supone que atacaran blancos guerrilleros, el MAS (y su continuador, las AUC, formadas luego de la caída del Cartel de Medellín) empezó a torturar y asesinar a todo aquel que consideraran colaborador de la guerrilla marxista, como sindicalistas, trabajadores sociales, misioneros, líderes comunitarios y periodistas.
     En la novela de Ferreira, es el MAS quien fustiga a todo un pueblo por haberle hecho caso al padre Bernardo, un “cura comunista” que tiene todos los visos de ser un teólogo de la liberación. "Después de la matanza de campesinos durante el pacto xxx que terminó en tragedia" (116), el cura contrata a un ebanista de nombre Enoc para que pinte un fresco en el mural de la iglesia "con escenas de tortura y martirio sobrepuestas en un mosaico desconcertante al estilo de Goya". El sacerdote es consciente de que el cuadro puede acarrearles la muerte a ambos y así se lo indica a Enoc. Le recuerda además que en la Antigüedad se asesinaba a los mensajeros que relataban una tragedia y que ellos son mensajeros de tragedias.
     La escena en que se describe la pintura se presenta precisamente como una reflexión en torno a la vocación del artista de la violencia (Enoc lo es, pero también el joven autor Ferreira). Para el padre Bernardo, está claro que la pintura "aparte de ser una obra de arte, no significaba nada; o que significaba todo según los ojos de quien la tuviese al frente" (116). Cuando, al final de la novela, Enoc y Bernardo salen de la iglesia para enfrentar la muerte a manos del MAS, parecerían convertirse en personajes del cuadro. En este punto, el texto se torna ambiguo y no podemos precisar si estamos frente a una retrospección o a un milagro secreto, en el cual el pintor entra en su propia obra y se convierte en parte de ella (aunque ambos personajes son, obviamente, parte de una obra de arte mayor: la novela que tenemos en nuestras manos).
     Leemos: "Pasaba noches en vela en la contemplación de aquella fracción del mural, asombrado ante la inexplicable ocurrencia de hallarse a sí mismo dibujado de pronto entre el espectáculo de su propio fin" (117).  El fusilamiento del artista no es la única alusión a un cuento borgesiano; haber pintado el fresco equivale a la inútil superstición de Jaromir Hladík, quien –cito al maestro argentino– "con lógica perversa infirió que prever un detalle circunstancial es impedir que éste suceda. Fiel a esa débil magia, inventaba, para que no sucedieran, rasgos atroces; naturalmente, acabó por temer que esos rasgos fueran proféticos".
     El nombre de Enoc, como podemos recordar fácilmente, alude al hijo primogénito de Caín, y sirve así como recuerdo del fratricidio bíblico, replicado en la Colombia de Ferreira; pero también había otro Enoc, quien anduvo de la mano de Dios y no murió. ¿Se apunta, de esta forma, a la idea de que el arte puede trascender la muerte y la violencia, aunque habitemos un valle en el cual los hermanos se matan unos a otros?

     La novela maneja la estructura narrativa de manera distinta de La balada de los bandoleros baladíes, aunque con destreza equiparable. Ya no estamos ante un rompecabezas que cobra sentido al final, sino que presenciamos retrospecciones que permiten, no ya entender la trama, sino inclinarnos hacia los personajes. Además, por supuesto, conjeturamos las causas de la masacre, que implican a un sacerdote "comunista" y a la escuadra paramilitar que pacifica el pueblo a base de ráfagas de metralleta y tiros de gracia.
     La explicación política (guerrilla versus autodefensa; ambos versus el campesinado; narcos y gobierno triunfantes) da pie a otras minúsculas causas de violencia: rencillas internas ante cuyas historias asistimos. Las minúsculas reyertas entre los habitantes del pueblo propendían hacia la hostilidad y el resentimiento; la verdadera violencia, sin embargo, baldea la posibilidad de odio o redención.
     Puede que al final se perfile el paraíso perdido de ensueño, el espacio campestre arcádico que no equivale a otra cosa que a una existencia sosegada: a un pasado que debió ser o a un futuro no vislumbrable aún.

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     En conclusión, las novelas que he revisado en esta ocasión varían formalmente, aunque no temáticamente. Tres ataúdes blancos versa sobre la violencia institucional; su ataque frontal al uribismo no se sostiene bajo una lectura que privilegie matices y sutilezas. En cambio, se sirve de juegos literarios para presentar una sátira feroz con referentes muy contemporáneos. El ruido de las cosas al caer, de Vásquez, utiliza parámetros de sicoanálisis elemental para presentar cómo la violencia del llamado “narcoterrorismo” pervierten la siquis del personaje principal. Puede que peque de reincidir y confirmar la imagen que el oficialismo y la prensa hegemónica presenta, ad nauseam y arteramente, de Colombia. Por último, Viaje al interior de una gota de sangre, de Ferreira, explora los vínculos entre la violencia paramilitar y las rencillas individuales, para matizar lo político con lo humano y viceversa. La violencia de estas páginas es la más atroz de las tres, y quizás la más desesperanzada, al no indicar un culpable directo (como en el caso de Ungar) ni repetir soluciones falsas al conflicto armado (como Vásquez); Ferreira ha optado por recurrir a la poesía y a la evocación para revivir en sus páginas el horror inenarrable y las minúsculas esperanzas a las cuales nos sometemos, so pena de desfallecer.

Enlaces y fuentes:

[1]  http://www.amnesty.org/en/region/colombia/report-2009
[2]  http://colombiareports.com/colombia-news/economy/4263-suit-claims-drummond-funded-auc.html
[3]  http://www.terra.com.co/actualidad/articulo/html/acu16261-uribe-continua-arremetida-contra-amnistia-internacional-y-human-rights-watch.htm
[4]  Uribe llegó a pensar que Chávez planificaba derrocarlo con ayuda de las FARC, según un cable que se filtró 08BOGOTA337, dirigido al almirante Michael Mullen, jefe de las Estado Mayor del Ejército estadounidense.
[5]  "En el momento del atentado Akira llevaba varias semanas demostrando cómo desde el primer mandato de Del Pito, y desde antes también, los principales miembros de su partido habían estado asociados con los principales narcotraficantes titulares y con sus testaferros y con sus Escuadrones de la Muerte también" (32)
[6]  ¿Se trata de una alusión a "Las nanas de la cebolla"? Recordemos: "Frontera de los besos / serán mañana, / cuando en la dentadura / sientas un arma".
[7]  http://www.cdi.org/terrorism/auc-pr.cfm
       http://www.verdadabierta.com/index.php?option=com_content&id=3556
[8]  http://www.hrw.org/legacy/reports/1996/killer2.htm

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