José Hoyos*
Me
pregunto qué dirán los naturalistas cuando descubren una nueva especie de
mariposa. Imagino el vértigo emocional al sospechar que no ha sido antes
descubierta y nombrada, por ejemplo, Catocala Cara. Y cuando confirman que es
un hallazgo sin precedentes ¡qué sentirán! Dirán: ¡soy la luz, soy el inventor
de los colores! Y los forenses, cuál será su reacción cuando hacen una autopsia
y descubren que la causa del deceso es absolutamente nueva, que la muerte se
acaba de reinventar en algo inédito y desconcertante –una enfermedad, un
proceso químico nunca experimentado por nadie que doblega creativamente la
vida–. Hay que considerar también otras variantes de la muerte, no ya en los
seres humanos, bastante carcomidos por esa idea milenaria, sino en, digamos,
una tórtola que atraviesa con toda su juventud una tranquila llanura y un
perdigonazo le descose el buche: ¿será novedad para ella morir tan de golpe defraudando
la expectativa de irse apagando ya vieja? Una muerte relámpago: pasar del todo
a la nada. Un descubrimiento absoluto: pasar de la nada al todo, descubrir tu
voz, escritor.
¿Eres
un joven y desconocido escritor? Ven, te invito a comer algo, seguro no has
desayunado. Se sienta junto a las torres de libros con que vive y toma litros
de café porque energiza y es barato y gasta papel borroneando ideas para
novelas, cuentos, versos sueltos, citas potentes. Cuando sale de la cueva que
es su casa y va a la biblioteca o a la ciudad tiene que lidiar con terribles
ganapanes: “Aterrice, pendejete, consiga trabajo”, y se traga todos los sapos y
sigue hurgando archivos buscando algo, quién sabe qué, al fin y al cabo un
archivo es un depósito de historias en semilla buscando escritor. Aunque ya
tiene algo: realidades que lo hacen tambalear, porque ¿quién se acordará de
estos muertos mañana? Sigue prestando oído a lo que cuentan los viejos. De
regreso te encuentras con un personaje de postín y te dice estoy escribiendo
una novela pero ufff, una cosa volaísima. Manga de escribas, adoradores del
dios Snob, piensas. Te vas en silencio y antes de llegar a casa para ponerte
frente al teclado y beber tu sorbito de vida pasas por una librería de nuevos para
hacer lo que los excluidos en los centros comerciales: ver todo lo que no
pueden tener y maldecir tanto vigilante. Tienes claro que el propósito del
trabajo no puede diferir del de la existencia. ¿Daniel Ferreira, qué más tienes
en común con Joaquín Borja, el periodista corajudo de Rebelión de los oficios inútiles? ¿Alguna vez empeñaste un piano Apollo,
herencia sagrada de tus padres, para financiar tu motivo de vida? ¿Alguna vez le
apostaste todo, como él, al caballo por el que nadie daba nada? ¿Alguna vez te
dijiste por Dios, cómo no voy a contar todo este horror? Cuesta caro leer y
escribir y estar por completo ofrecido a “el modelo exacto de lo que debe ser
un escritor, si es que un escritor debe ser algo en este mundo”. Entonces viene
el escollo mayor: todo lo que pasa por lo ético, la acción, el deber, Camus. Y
prepárate para ser mordido y vilipendiado, como corresponde. El significado de
El Compromiso para un escritor no es algo definible, solo se entiende si es
penetrado. En el zoológico de Pereira vivía un rinoceronte joven
angustiosamente encerrado en su pequeña parcela. Un día temprano se sacudió,
gritó con furia, arremetió de repente y tumbó tres vallas de seguridad que parecían
insuperables y paseó su fuerza y su inconformidad y su mugre y su herida
sangrante y su verdad por entre la multitud decente del restaurante y después
fue a zambullirse en el estanque de los cisnes. ¿Qué pulsión reclamó su lugar
en el espíritu del animal? Tienes que ser el resultado de una inquebrantable pulsión
animal, escritor. La novela Rebelión de
los oficios inútiles es el resultado, estoy seguro, de años de caminar
herido tumbando vallas. La literatura, al decir de Juan José Millás, es como el
bisturí eléctrico de un cirujano: causa la herida y al mismo tiempo la
cauteriza.
Hay
un narrador que siempre, en cada capítulo o subcapítulo, consigue conducir de
cabestro al lector porque sabe para dónde va. Por encima del narrador está el
escritor y por encima del escritor está el pensador. Más arriba que todos está
el develador de un momento histórico. En tu cabeza cupo una novela nodriza: Rebelión es una historia global hecha a
base de retazos cuyas costuras no se notan. Hay frases, subtramas y capítulos
que se muerden la cola con habilidad, como evocando a Rulfo. Las escenas están
construidas siguiendo la lógica de esos juegos de maletas en que la más grande
contiene todas las demás. La violencia colombiana es el aura de la novela, pero
no su tema. De nada serviría presentar contexto sin piel, sin humanidad, sin
nombres propios. Conocimos el mundo interior de Oscar Matzerath en El tambor de hojalata. Günter Grass no
describió, representó su carácter como la templanza misma. Para Oscar el tambor
es un vínculo con el mundo y una forma de evasión. Puede sentir, razonar,
soñar, pedir –exigir– expresar, asentir, repudiar o recordar solo mediante el
tamborileo. Y alrededor la guerra jodiéndolo todo. Conocimos el mundo interior
de Ana Dolores Larrota, su tremenda humanidad, la conciencia de lucha y fuerza
de ideales que erige a sus setenta y tres años: “La realidad espiritual depende
de la realidad material, señor teniente, porque si yo no soy dueña de mi
tiempo, ni de un refugio inviolable, ni de mi cuerpo, ni de mi alimento, ni
puedo decidir mi trabajo, tampoco seré dueña de mi pensamiento, ni de mis
sentimientos (…) No hay nada más sobrevalorado que ser rico o tener un título.
No soy rica ni tengo títulos (…) No soy líder política, simplemente porque no
pertenezco a partido alguno, ni tengo aspiraciones a un cargo oficial. Soy solo
una vocera de gente que tiene conciencia de la desigualdad y el abuso (…) Hay
gente que es pacífica por naturaleza. Pero igual que mi perro puedo morder si
alguien me pisa el rabo”. No hace falta escribir para ser poeta cuando tu
inspiración es la indignación. Hay quienes prefieren la peligrosa búsqueda de
la justicia resignando su destino humano. Ana Larrota y Joaquín Borja no temen
porque “un cuchillo no puede herir a otro cuchillo”.
He
estado en Jalisco porque he leído a Rulfo y conozco Paris porque he leído a
Cortázar. Sería falso decir que no he pisado esos lugares, así mi vidita nunca
haya salido de Colombia. Puede que físicamente nunca hayas estado, Daniel, en
Turín o Nueva York, aun así has logrado recrear el color de esos sitios y
caminar por ellos acompañando a Simón Alemán, tu personaje, con total precisión.
Puede ser que Cesare Pavese te hizo conocer Turín. Quiero pensar que hacer
coincidir a Simón Alemán y a Pavese en el mismo hotel donde el escritor
italiano se suicidó es homenaje y retribución.
Cosas
que tiene Rebelión: respiración,
vigor, hondura, potencia. Cosas que no tiene: timidez, miedo, tacañería, tópicos.
Es delicioso hacer de una reseña una divagación. No sé qué más decir, es que
son tantos los cánones para hacer una reseña que temo preocuparme más por ellos
que por la reseña misma. Tengo una idea y estoy obligado a escribirla con total
precisión y fidelidad. No puedo engañarme, mi deber es decir justo lo que
quiero, no puedo irme por las ramas o conformarme con aproximaciones.
Atravesaste ese muro, escritor: Rebelión
es la exacta representación de cómo se trasladan al papel los propósitos
originarios de una novela. Son páginas escritas como atajando el embate de una
fuerza invisible, pero la fuerza gana, y termina por superar la contención y el
caudal de la prosa se echa a correr. Puede verse en la cronología y puntos de
vista saltantes, en los diálogos efectivos. Pude terminar de leer Rebelión de pie en una librería. De no
ser por tanta cámara de seguridad lo habría hecho en mi casa. Fue cosa de
varias visitas, paréntesis en el tiempo que abre la buena lectura. La lectura
fácil solo puede significar escritura difícil.
Voy
a las iglesias cuando no hay misa ni más donde leer. Es un espacio tranquilo,
uno puede leer a sus anchas siempre que tome la precaución de ocultar el título
del libro. Estoy sentado frente al confesionario donde dos señoras pomposas y
muy dignas hacen fila. Cerca, un joven expectante parece estar esperando a una
de ellas. La primera estuvo unos veinte minutos limpiando su conciencia con el
cura. La segunda tardó un poco más. El joven expectante no se fue con ninguna
de ellas. Observo con discreción y entonces, con la suspicacia del animal de
calle que soy, deduzco que el joven está esperando al cura. Pero el cura sale
directo a su trastienda y raudo el joven se dispara hasta el confesionario y
con disimulo extrae una grabadora pequeña pero potente escondida entre las
tablas, justo debajo de donde susurraron sus crapulencias las dos damas. El
joven sale y yo salgo detrás. Camina tan distraído y volátil que no parece ser
periodista. Entra a un café y se sienta con los audífonos a recibir la confesión
electrónica de las señoras ilustres. Lo sigo con mirada agazapada desde otra
mesa. Saca de su bolso desteñido, donde de soslayo puedo leer los lomos de dos
libros (El extranjero y La genealogía de la moral), un cuaderno
con muchas anotaciones, hojas sueltas, recortes de prensa, y busca un espacio
en blanco y sonríe –diablo sereno– y anota todo lo que los audífonos le dictan.
Es la más pura extracción de la realidad. ¿Puede alguien ponerle una grabadora
a una época en que no había nacido, a un periodo político, a la historia de un
país? ¿Puede traer esos hallazgos al presente con total fidelidad? Si sabe
ficcionar, sí. Los registros oficiales son las antípodas de las grabaciones
hechas por nuestro, perdón por el término, joven escritor: en las páginas
sociales de los periódicos aparecen esas dos señoras copetonas como adalides de
la moral y las buenas costumbres. ¿Cómo se graba la historia? Lo sabrás si
paras oreja a los relatos orales de tu pueblo, si logras interpretar las notas
de prensa escondidas en recuadros pequeños de periódicos, las caras de angustia
y ropas ajadas en blanco y negro de las fotos antiguas. La Historia y la
Memoria no son tan inseparables como se dice, andan más bien distantes. La
primera es una espectadora cómodamente sentada en su púlpito de academia; la
segunda, en cambio, fue partícipe de los hechos, sufrió las tempestades de la
guerra en carne propia. Suelen tener Memoria solo quienes fueron jodidos por la
Historia. Esos jodidos son Ana Dolores Larrota, Salomón Novoa, Rafael Rangel, Donaldo
de Jesús Estrada, Antonio Hinestroza, Evangelista Pimentel y toda la pléyade del
Sindicato de Oficios Varios sublevados en Rebelión
y miles de colombianos durante el último medio siglo.
Hablemos
pues de costumbres. Julio Cortázar tenía en algunos pocos escritos la satírica
costumbre de poner haches a propósito en donde no iban, o de suprimirlas donde
sí debían ir. Lo hacía para ironizar y poner en evidencia la inexistencia de
algo, para denunciar a los ilustres farsantes, y para responderle a los críticos
pedantes que lo mordían. Uno entiende lo que quería decir cuando escribía por
ejemplo: “El notable doctor tiene una ermosa hortografía”. “La suprema hinteligencia
de nuestro gobernante”. “Un ombre de habsoluta herudición hacadémica”. “Insuperable
hobra poética”. En Lugar llamado Kindberg,
uno de sus cuentos más brillantes, tuvo el desparpajo de ubicar casi todos los
signos de puntuación justo donde no debían ir. Solo así podía escribirse una
historia tan enrevesada y vertiginosa como la de Lina y Marcelo. Tan bueno que Cortázar
le torcía el cuello al lenguaje, a la ortodoxia, a los cánones, a la rutina. La
de los grandes escritores es una bonita desobediencia y arrojo puro. Arrojo es que
el primer párrafo de Rebelión dure
doce páginas. Arrojo es que en algunos capítulos extensos no aparezca un solo
punto seguido. Larguísimos enunciados de deslomadora construcción y perfecta
agilidad y sentido narrativo. Sabemos que no es novedad (a quien busca la novedad
solo por llamar la atención le bastaría con salir desnudo a la calle), pero no
sabemos lo difícil que es mantener la lógica del enunciado y adentrar al lector
en una historia sin hacer un uso convencional de la sintaxis. No es un arrebato
innecesario: a las personas torturadas del primer capítulo, a Joaquín Borja y a
los sublevados víctimas de la represión, como al lector, no se les daba tiempo de
respirar.
Entonces
un día, Daniel, en una conversación un figurín del común te dice: “A mí no me
gustó ni cinco tal personaje de tu segunda novela”. Los personajes sacados del
tópico que es la realidad no gustan cuando tampoco gusta esa realidad. El
mafioso de pueblo es grotesco pero rico, y la ignorancia colectiva descarta lo
grotesco y se queda con lo rico, entonces pasa a ser admirado y emulado, y esa
personalidad –un molde– prolifera. Los personajes maqueta abundan. La gente
bienpensante no quiere verse reflejada ahí. El escritor tiene que mostrar lo que
nadie quiere ver, inquietar, incomodar. Hay que ponerle a la sociedad ese
espejo, al menos cuando la línea literaria es la realidad social y política. Sí,
lo sé, en la palabra escrita todos queremos encontrarnos con La Maga, con Maqroll,
con Juan de Mairena, gente única. En tu pueblo, entre los mineros rasos, entre
los vendedores de minutos, entre los celadores, entre los jornaleros, entre las
empleadas domésticas, entre las prostitutas, entre los jíbaros, entre los
barrenderos, ¿cuántas Magas, Maqroll o Juan de Mairena conoces, figurín?
En
la ficción se esconde una verdad más honda y elástica que la mostrada por la
realidad. La realidad insinúa, la ficción excava. Hay que escribir lo que pasó
hoy para mañana saber si ha sido cierto. Todo lo que esté bien escrito es
verdad, así nunca haya pasado. Lo
aprendí de Franz Tunda, el protagonista de Fuga sin fin, la novela de Joseph Roth. Tunda es un oficial del
ejército austriaco en tiempos del Imperio Austrohúngaro. La Gran Guerra, para
la que se enlistó con orgullo patrio, resultó ser la gran putada, así que
decidió convertirse en desertor. Huye por toda Europa oriental, siempre cambiando
de identidad cada que llega a un pueblo diferente. Se instala bajo un nombre
falso, busca un oficio minúsculo, y entabla relaciones sociales con toda
naturalidad. Sabe que no puede arriesgarse a que descubran quién es porque para
traidores y desertores no hay perdón. Además del nombre, inventa un pasado, una
tradición familiar, unas historias vividas, una forma de pensar, unas afinidades
políticas: una personalidad. Pero como tiene tan mala memoria (y la buena
memoria es el principal atributo de todo buen mentiroso) se ve obligado a
consignar en su diario todo lo que dice. Al cabo de un año ya tiene escrito un
personaje de ficción perfectamente verosímil. Se ve en peligro, tiene que huir
de nuevo, y al radicarse en otro lugar el proceso empieza de nuevo. Franz Tunda
es un militar de vocación que descalifica el oficio literario y que, sin
saberlo, nunca para de crear personajes de ficción. La realidad dice que Franz
Tunda es un militar desertor, pero la ficción dice que en realidad es un hombre
en busca de sí mismo. Joseph Roth creó un personaje inventor de personajes para
sublimar su propia búsqueda existencial. El escritor nos cuenta una historia
cuyo subsuelo está cargado con la fuerza de su
revelación. Da con su voz –su alma– y es como un relámpago: pasa de la nada al
todo. Sucede que en un país como Colombia es común que las revelaciones de
muchos converjan. En Rebelión, Daniel
Ferreira echó mano de realidades sociales y las volvió ficción para expeler una
verdad mayor: la de tantas voces acalladas durante la larga noche de las
injusticias.
*Cuentista colombiano.
*Cuentista colombiano.
Muy buena reseña, con ideas originales y brillantes, además se da el lujo de conversar con el autor en segunda persona, recurso que sirve para evitar ese tono solemne (de académico aburrido) que suelen tener los textos sobre crítica literaria. Entre otras cosas estoy de acuerdo con aquello de que sin vivir la época Ferreira logra trasmutarla de nuevo en escena, igual al muchacho de la iglesia que graba confesiones a escondidas, y esto lo logra por su maestría con la oralidad y la fineza en el trabajo de archivo, que le permite conservar lo que algunos llaman "espíritu de época". También es certero eso de que un uso atrevido y magistral del lenguaje consigue efectos narrativos maravillosos, por ejemplo la imitación de la prosa catastral, que da un aire de lío y pleito a la historia.
ResponderEliminarA riesgo de que me llamen figurín de nuevo, diré que no me gustó la conclusión de la reseña, pues es un lugar común bien gastado eso de la "larga noche", que además recuerda en algo a nuestro desastroso himno nacional.
Saludos. Camilo Alzate.