Sin Remedio: 32 años de lo mismo







Por Jaír Villano/ @VillanoJair


Es difícil leer una página de Sin Remedio sin querer seguir leyendo las 573 restantes. Virtud o estrategia, no sé. Hay editores que demandan una atención irresistible en los primeros párrafos; hay lectores (¿exigentes?, tampoco sé) que abandonan libros pasadas las primeras páginas; hay curiosos, me incluyo, que tenemos paciencia y algo de conmiseración. No siempre ocurre, la mayoría de las veces no, pero permítanme jactarme: ah, las obras que hemos disfrutado. Podría hacer un listado grande, pero se me ocurren estas para adornar la diadema: El lobo estepario, La ciudad y los perros y una más reciente: Libertad.

Desde luego que aquí hay algo de subjetividad, porque, así como alguien dirá que esas obras no hay que esperarlas (“Cuatro -dijo el Jaguar-” y ya todo es magnífico), también hay quien sostiene que la novela de Caballero es lenta. El caso más ilustre, su señor padre: Eduardo Caballero Calderón.

No es importante, y ni siquiera nos pondremos de acuerdo, el punto es que a mí me parece que en Sin remedio no se necesita una dilatada espera para sentir la pereza, altanería y picardía de su protagonista: Ignacio Escobar. Ello en parte a un aspecto fundamental en la novela: la prosa ágil, fluida, rica e irónica de Antonio Caballero, dueño de estilo que lo identifica esté donde esté, escriba desde escriba, venga de donde venga, exagere o no exagere, yerre o no yerre. Porque una cosa es el Caballero prosista, al que uno disfruta con cada lectura dominical, y otro el Caballero argumentista o el comentarista político, con el cual surgen naturales discrepancias.

No es muy común que en una novela uno de se deje embriagar por el lenguaje, el estilo, la forma, más que por la historia, la estructura y las concatenaciones. Pero habría que decir que aquí hay un atenuante, pues a fin de cuentas Sin remedio da cuenta de la vida de un poeta frustrado, aburrido, acomodado, mordaz. Un poeta que vive solo (bueno, después de que su novia lo deja), lee mucho (que para algo sirva el tiempo), es mantenido por su madre (de la alcurnia bogotana), conquista mujeres guapas (pareciera que ninguna se resiste a sus encantos), pero se vive quejando:

Las cosas son iguales a las cosas                                                                                                               Aquello que no puede ser dicho, hay que callarlo (…) El ojo ve, y olvida.                                                                             El ojo no es conciencia de las cosas, ni es voz: es ojo apenas.

Dice llegando al final del libro, en el poema que finalmente logra escribir. Interesante, me parece porque demuestra el hastío por él mismo y en consecuencia de su entorno. Lo vemos cuando se refiere a sus amigos de la high class, a los cuales ridiculiza de manera fina y elegante en los diálogos (he aquí otra virtud de Caballero, los diálogos):

-Hace calor
-Quítate la ruana -aconsejó Ana María.
-Sí -intervino Escobar-: quítese esa ruana. Yo no entiendo: es la cosa contra natura de la izquierda, supongo, como señalan los periódicos. Chimenea encendida, como un burgués, porque se es burgués. Pero encima, ruana, porque el pueblo usa ruana. Sólo que la usa precisamente porque no tiene chimenea.

Hastiado, además, de la ciudad donde vive, Bogotá, la que uno lee como si se tratara de un descripción vaga y general de hoy y no de 1984. (Digo vaga y general porque en el 84 no existía el metro):
(…) Bogotá es triste, sí, pero de otra manera. Una tristeza fría, de atmósfera delgada, de ciudad aplastada por el peso del cielo en lo más alto de la cordillera, en lo más lejos. Una tristeza rencorosa, torva, de muchedumbres silenciosas que en la calle tropiezan con otras muchedumbres silenciosas, como un río con el mar, bajo la lluvia. Una tristeza sórdida de buses y busetas, de semáforos muertos, de edificios a medio construir en medio de charcos amarillos, de parques de los que se han robado los columpios, de vacas pensativas que pastan al pie de las estatuas de los próceres, de basurales, de desempleados, de niños vestidos con uniforme militar.

Y para no extender mucho la cosa, de su familia, cuyo desprecio por estas tierras es exasperante:

-Muy bueno -confirmó el tío Alejo-. Es que son pendejadas, los europeos tienen muy buenas cosas: el Partenón, Notre Dame, la Torre Eiffel (…)
Al tío Alejo le subía una risa de la barriga hacia arriba, le agitaba la papada y los rollos de la nuca, le brotaba en gotitas de sudor en la calva:
-Es que con el Partenón es fácil. Pero imagínate…pero imagínate -lloraba de risa-, imagínate un poema aquí, ¡al templo de Chapinero!
Todos rieron, contagiados de risa.  
-¡O a la iglesia de Monserrate! -dijo la tía Lucía, vagos los ojos. El tío Pablo se secó los suyos con un pañuelo, y luego se secó la calva. Ernestico Espinosa intervino:
-Es que Monserrate no rima sino con alpargate.
Todos rieron de nuevo.






Eso y los vaivenes en las calles, los encuentros amorosos, las descripciones del tedio, revisten a Sin remedio de una velocidad vertiginosa. Es una obra que se podría tildar de larga, pero que se lee en un cerrar y abrir de ojos por lo entretenida que resulta.

Acierta Caballero al burlarse de su personaje, de los amigos del personaje, de las novias del personaje, de la familia del personaje, en definitiva: de todo. Eso ensombrece las poco creíbles casualidades entre algunos elementos; para explicarme bastará con recodar el secuestro del tío Foción, a cargo del amigo Federico, la “resurrección” y posterior muerte del poeta Edén, la pérdida del poema de Escobar, luego encontrado por el coronel Buendía (al que conoce en un burdel de mala muerte), quien cree que la proclama de los secuestradores es un verso de su poema; la aparición del primo, que lo encuentra desolado, el retorno del poeta Narciso.

Y no sé (¿será envidia?) lo galán que es el protagonista, que atrae a la amiga de su exnovia, a la hermana de una amiga (modelo ella), a la empleada de la casa de la amiga, a una prima, a la empleada de la torre donde vive...Se supone que Escobar está mal.

Y sin embargo, Sin remedio es una novela que seguirá seduciendo generación tras generación, que se seguirá leyendo y estudiando a favor suyo y a pesar suyo, que se inscribe en una serie de novelas aprobada por todo tipo de lectores.

Una novela sobre las malinterpretaciones, el fracaso, el tedio, con un telón de fondo cosido con hilos de oro: la alcurnia bogotana, los pequeñosburgueses, las mujeres guapas, pero también los antros, los poetas de bares, los burdeles, y Bogotá y su incesante ruido y su cielo plomizo y sus múltiples calles.
Un libro que, ante la pregunta de sus sucesivas lecturas, te responde en versos:

“-Mira, mira: ¿qué ves?
-Todo es lo mismo.
-Todo es lo mismo siempre: las cosas son las cosas.
¿Qué ves?
-Carroñas, cadáveres, torrentes de tripas y cabezas trituradas, remolinos de cuerpos y cuerpos destruidos, destrozos, sangres, muertes, caminos de la muerte.  Y tú, ¿quién eres tú?
-Soy el espíritu que siempre engaña”.

Porque se comparta o no, eso es lo que piensa Caballero: que Colombia y su capital son lo mismo de lo mismo. Y ya van 32 dos años de eso.


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