De Armero a Recife: Clarice Lispector

Por Juan Alvarez Castro

Supe de ti, Clarice Lispector, un domingo de 1968, apenas tenía nueve años, quizá  la misma edad de algunos de tus hijos. Hoy tengo 55 y tú te has estacionado inmortal en los años que tenías en 1977.
Te decía que te conocí cuando en las bochornosas  tardes de ese Armero vital de aquella época íbamos al rio Lagunilla que  corría desde el nevado del Ruíz hasta el Magdalena  buscando su agua helada para apaciguar el calor que nos hacía acesar de agobio.
El día que te conocí, domingo por demás, corrí hasta el zaguán de la casa paterna cuya fresca atmósfera me invitaba a quedarme allí  disfrutando de los trebejos almacenados.  Me embebía con los periódicos, gacetas, les decía mi padre. Eran cientos de ejemplares propios de la oferta de la época, compartían lugar “El Siglo”, “El Espectador,”, “El Tiempo”, diarios liberales o conservadores reflejos de la política partidista de la época. No tuve que extender mucho mi labor de “arqueólogo” niño para hallar  “El Magazín” literario del Espectador, sólo  recuerdo que movido por una fuerza ininteligible abrí en las hojas interiores y allí estaba tu nombre, decía Clarice Lispector, me quedé  quieto buscándote, creyendo que eras una adolescente  mientras un anhelo inefable me convocaba  a amarte tal cual adolescente atrapado por algún poema que te nombra.
Esa primera sensación vivió conmigo a la espera de esos 43 años cuando tomaste mi vida sin atenuante. Te llevaste  todo, le pusiste ritmo a mi respiración, a mi andar, iluminaste mis miedos y mis ansias de vivir. Me condujiste  en tu busca en los estantes de las bibliotecas,  a pesar de mi presbicia te tomaba entre mis manos sintiendo cómo te tornabas melodía de contrabajo, ritmo de free jazz o de ¿Bosa Nova?
Tu voz se tomaba mi corazón, quizá no eras la más bella de las  mujeres pero reinventabas la escritura, entonces he leído y releído cada palabra tuya puesta no en los personaje sino en las sensaciones y las emociones.
En ese tiempo, mi cuerpo con diecisiete años de diálisis  no había vivido tanta emoción, me tornaste  en un signo vital, leerte fue desde entonces una cita de vida y muerte fue estar en la antesala de saber lo que me esperaba cuando te tenía entre mis manos y tú me dabas tu alma que desde ese ayer, hasta el día de hoy, sube por mis brazos quemados por las cirugías que buscan juntar la vena y la arteria y hacer una fístula quemando la piel igual que tu mano ardida en  el incendio de tu habitación. Estos brazos que no dejan de agitarse ante cada palabra tuya.
Tu voz enredada en mis oídos “fala”, me dice que a pesar de la diálisis automatizada  tú sabes interpretar el ansia de placer que en un recóndito y silencioso lugar de mi existencia se ha refugiado a tu espera para vivirlo y dejártelo saber tan sólo a ti.
La máquina de diálisis está drenando líquido mientras te escribo, son veintítres minutos y me dificulta la tarea de escribirte. De la sed del alma que tú me sacias, voy a la insaciable sed de mi cuerpo que tus palabras gota a gota calman a plenitud.



CREAR EN EL DOLOR Y LA TRISTEZA


Yo solo sé crear en el dolor y la tristeza  le ha dicho Vinicius de Moraes a Clarice Lispector en una entrevista que ella le hizo en Río de Janeiro en el año de1969. Ella muere ocho años después de esa entrevista, y él parte de este mundo tres años después de la marcha de este mundo de ella.
Un hombre ha apagado el video donde se muestra en vivo y cínicamente la muerte por degollamiento del periodista James Foley, no le resulta posible asistir a tanta “verdad”, ahora entiende lo que es en el mundo vivir para padecer el dolor y la tristeza que sólo un poeta al estilo de Vinicius de Moraes puede tornar poema. ¿Qué hay de poético en ver en un video cómo se degüella a un ser viviente?, se pregunta el hombre frente a la pantalla, ¿alguien que no sea un familiar de Foley le habrá hecho un duelo además de reenvíar el video a otros y sentir el escalofrío de ver un acto extremo?
Al  saber de la muerte de Vinicius,  Ellis Regina duerme tres días en el suelo, su dolor  es inconmensurable, pasado ese tiempo acepta acostarse sobre una manta con algunos cojines de apoyo, vive su duelo, es su manera de encenizarse, no plañe, el frío de las noches es su manera de sentir la orfandad y soledad de Vinicius que parece haber cantado Gustavo Adolfo Becquer  en la rima 71. Semanas después Ellis Regina con su dolor de alma acepta dormir metida debajo de la cobija, su cuerpo tibio le dará paso a su voz plena de saudade mientras un niño descubre que vivir no es eterno y se agarra a la cintura de su madre buscando ser salvo de ese paso inevitable.
Frente a la pantalla apagada el anónimo espectador vive los días que dejaron caer el velo de su presunta inmortalidad, recuerda a su amigo, al que le decían fosforito que estudia dos cursos delante de él, es fosforito flaco, cabezón, de allí nace la similitud que da origen a su apodo. Fosforito bien peinado recorre junto a él una tarde de verano la calle doce pavimentada en Armero, lo lleva hasta su casa por recomendación de la maestra de segundo grado de primaria, él  camina avergonzado arrastrando el desastre final de los dolores de estómago, no dice nada. Fosforito golpea en la puerta de su casa y cuando la mamá sale, sin saber qué decir le acerca a su compañerito y se lo entrega haciéndole saber a la dama de las incomodidades que padece su hijo y que les ha hecho participar a sus compañeros. Sentir vergüenza por el accidente bajo la ducha fría es menos pesado, lo que no logra entender es el significado de las palabras de su madre que mientras lo seca con la toalla dice: Esto es para morirse de la pena.
A sus diez años, por la noche, en la seguridad de la cama, bajo la manta tibia se pregunta ¿cómo será morir de pena?
Los días venideros, tiempo de vacaciones, le develarán al ingenuo su inocencia, a las siete de la mañana la persiana es corrida de manera urgente, las manos de su madre lo sacuden urgentes, Es menester que se levante, se despabile con agua y tome la olleta y vaya al lado del estadio, donde don Felipe, y por cincuenta centavos compre una botella de leche.
Con parsimonia al comienzo, luego más rápido y paulatinamente el niño con la cara lavada toma camino de la lechería, baja por entre los acacios coronados de flores amarillas, pateando las piedras de la carretera destapada, en la esquina que abre la recta que remata la capilla del Carmen y hace vecindad con el estadio, ve al viejo tendero, el gocho Emilio, piensa,  a quien ha visto la noche anterior predicando a un grupo pequeño la palabra de Dios. El gocho ha cerrado su tienda donde él le compraba caramelos premiados en los que solo salían bombas de inflar y la ilusión de que en la próxima ocasión la delicia le representaría la anhelada bicicleta. ¿Qué haría con la mercancía? Se pregunta mientras atisba por entre la puerta semiabierta buscando las bicicletas que algún día se iba a ganar, sólo vio la cicla negra “monark” del gocho recostada sobre una de las tantas bancas de iglesia que ahora poblaban el salón de las ventas del viejo lenguaraz que había renunciado al catolicismo y se había declarado evangélico, juega con la olleta y siente la brisa fría de las siete de la mañana de paseo por esa cuadra donde todo parece dormir aún. De la casa de ladrillo rojo y arcilla, casa sin luz, parece salir humo, debe ser la mamá de los Espitia preparando el desayuno en una estufa de leña, piensa absorto mientras sostiene del asa la olleta que lanza al aíre y que si se sale de sus manos al caer se va a abollar de manera que no va a poder ocultar. Apura el paso calzado con sus tenis blancos y pasa por la casa de los Beltrán, casa pintada de paredes amarillas claras y ventanas verdes, todo es silencio, su breve espalda se eriza y le indica que ya esto no es normal,  Armero a esta hora, no es usualmente tan silencioso, intranquilo aumenta su paso y en breves segundos está en frente de la casa esquinera, casa de habitación, tienda y lechería a  la vez, las puertas están cerradas, duda y quiere devolverse pero ve colgada de la puerta café la bandera blanca que indica que hay leche y que seguro la están vendiendo, titubeante se asoma y se encuentra con la cara joven pero despeinada de la mamá de los Beltrán que le dice “sigamijito”, sin pausa y jalándolo del brazo lo coloca en el último sitio de una fila de mujeres y niños y niñas que esperan su turno para que les vendan su porción de leche. Adentro, la tienda  huele a formol y las luces de balasto están encendidas, es una atmósfera que lo ahoga y lo impele a huir, pero él se queda y sigue paciente la fila, da tres, cuatro, cinco pasos y de frente a él ve a doña Silvia metida en la caseta donde están las cantinas donde ella mete el cucharón y llena a la medida del comprador su recipiente, cada vez que se acerca la ve con su moña hecha de las trenzas matinales, pero la ve llorosa y la escucha balbucir entre gemidos una retahíla que poco a poco va entendiendo, un paso más y la tiene de frente, ella no lo mira, se entretiene hablando con una señora que la escucha a un lado de la fila, doña Silvia suerbe sus lágrimas mientras se pasa el antebrazo por la nariz y limpia los mocos que se le escurren entre el llanto.
“Sí, doña Dabeiba, Felipe salió a las tres de la mañana a la finca a recoger la leche del ordeño, el mayordomo me dijo que se vino a las cinco con las cantinas llenas, y hace como una hora me lo trajeron  pues encontraron el carro estrellado contra un árbol”, sin pausa la señora sin prestarle atención continúa su relato, “Eso fue un infarto fulminante, lo trajeron y ordenamos las cantinas, las dejé listas para iniciar la venta, luego llamé a la funeraria y rápido me trajeron el cajón, mientras le puse su ropa de paño y su sombrero y me resigné a vender el producido de leche, ay, mi Felipe”, Y la vio sorber sus lágrimas, lo sobrecogió al ver sus ojos enrojecidos y su piel blanca muy arrugada. “Mirelo cómo está de bonito mijito” le dijo la vieja y le señaló con su dedo índice izquierdo a un lado de la caseta, y allí estaba el viejo Felipe tendido en el ataúd, pálido con dos algodones tapando sus fosas nasales. A sus escasos años quedó horrorizado, inmóvil y con ganas de vomitar, era la primera vez que tenía un muerto tan cerca, “ Cuántas botellas quiere” le dice la vieja llorosa, titubeante, quizá estupefacto ante el cuadro del cual hace parte ahora sólo atina al silencio, ¿Tal vez media botella? Le dice la vieja mercachifle dejando trazas de saliva en el vidrio de la caseta, déme una botella le dice con énfasis en la e mientras ve el rostro del difunto atacado por las moscas y espanta una de ellas que viene a pararse en su mejilla, le pasa la olleta y ella llorosa le sirve la botella y le reclama los cincuenta centavos mientras le devuelve la olleta y gimotea “Ay,mi difuntico”…..   Él sale corriendo, busca aíre fresco, quiere botar la leche no sólo por el horror que le causa la reciente visión sino porque presiente que mucho de lo que lleva en la olleta tiene los humores y emisiones de la vieja llorosa, triste pero cochina mercachifle.
El camino de retorno a la casa es lento, se lo hace pesado el recuerdo y la reciente experiencia, corre sin temor a derramar el líquido, golpea en la puerta de metal gris y pasa de largo por la sala y el comedor, atraviesa el jardín interior y  entra en la cocina y como si fuera culpable de algo terrible relata lo acontecido a su madre y a su padre que están allí, ella palidece y en silencio bota por el sifón la leche mientras su padre le ordena que a partir de mañana se comprará la ración en la doce antes de la dieciocho, donde doña Rosina, lo encarga de la responsabilidad haciéndole saber que puede hacerlo porque ya debe conocer el camino que es el mismo que lo lleva hasta su colegio. El no quiere esa responsabilidad pero acepta en silencio aunque pasarán semanas y el recuerdo le vendrá a la memoria de improviso sobre todo cuando está a punto de comer o como ahora frente a la pantalla incapaz de ver el video del degollamiento del periodista gringo, y todo se le atraganta, sabe que la mercachifle vieja se parece cuarenta y cinco años después a los regodientos visitantes y asiduos de la muerte en la pantalla, vividores del dolor y la tristeza olvidados del que muere que alguna vez fue ser vivo y sintió y pensó, ser que por vivir nos asombra y al vivir la experiencia primera de verlo muerto, como le acaeció a él, lo envió a vivir en un día la eterna noche del universo, un día que en él se quedó tragicómico para no terminar jamás.

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